Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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martes, 21 de junio de 2011

La sombra de la Torre



"Era entonces toda la tierra de una lengua y unas mismas palabras.
Y aconteció que, como se partieron de oriente, hallaron una vega en la tierra de Shinar, y asentaron allí. Y dijeron los unos a los otros: Vaya, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y fueles el ladrillo en lugar de piedra, y el betún en lugar de mezcla.
Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fueramos esparcidos sobre la faz de la tierra. Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: He aquí, el pueblo es uno, y todos éstos tienen un lenguaje; y han comenzado a obrar, y nada les retraerá ahora de lo que han pensado hacer. Ahora pues, descendamos, y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero.
Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra."


Génesis 11


Hendrick III van Cleve, La construcción de la torre de Babel



El siguiente texto lo encontré en uno de los números que la revista FMR publicara el año 1991 en su edición española. Es una narración inspirada en el mito bíblico de la torre de Babel, edificación que, junto a la del laberinto de Creta, estarían entre las construcciones ideadas por el hombre más inquietantes y llenas de significados. Está firmado por Giorgio Manganelli.


Proyecto de una ruina
por
Giorgio Manganelli



La construcción de la torre de Babel no surgió de un acto de orgullo, sino de la misma desesperación. Según el relato bíblico, los hombres hablaban una única lengua y las palabras eran iguales para todos, mas no tenían un nombre. Misterioso y ciertamente terrible era este desierto onomástico por el que se movían los hombres, que cargaban sobre sus espaldas con la expulsión del jardín del Edén y con el Diluvio. Los hombres ya no se hacían ilusiones: Dios, el Dios que los había creado de la nada, no los amaba. Desconfiaba de su ambiciosa inteligencia, los temía quizá: de alguna manera, los hombre no eran súbditos, no eran ángeles o demonios. No obstante, Dios no exterminó a los hombres; esta inhibición de la violencia final es un misterio -y puede que siniestro- episodio de la historia del hombre. ¿Por qué no borró Dios al hombre de la faz de la tierra para entregársela a las fieras inocentes, que no buscaban el árbol de la ciencia, que no preferían los circunloquios del pecado? ¿Acaso porque ya había descubierto la muerte y se había vuelto por ello invulnerable? Cuando el hombre se dispone a construir la torre que habría de llevar dicho nombre, el suplicio -entre pérfido e irónico- escogido por Dios será el siguiente: los hombres no tendrán nombre. Si se dividiesen, serían ajenos unos a otros, las distancias se volverían incolmables. Pero disponían de una lengua única: podían nombrarlo todo, pero no a sí mismos. Alguien les persuadió: si construían una torre que llegase hasta el cielo, podrían tener un nombre. Alguien sabía que los nombres tenían un sitio en el cielo, y había que subir muy alto para atrapar, angélico volatil, al Nombre. Mas el proyecto era a un tiempo temerario y humilde, querían construir una ciudad y una torre. La ciudad, la torre y el nombre formaban una triple alianza, proponían la salvación definitiva. No olvidemos el temor a dispersarse que turbaba a los hombres; si tuviesen un nombre, no habrían de dividirse, así que tendrían una ciudad; la torre les proporcionaría un nombre; de este modo ciudad, nombre y torre constituirían un sistema sagrado, total, salvador. Asombra que los hombres no hubiesen comprendido cuán grande, cuán deliberado era el desamor de Dios hacia ellos. Dios comprendió que si el hombre arrancaba al cielo el nombre que le correspondía sucedería algo semejante a lo que aconteció en el Edén: el hombre se conocería a sí mismo, el hombre no se dispersaría jamás. La dispersión del hombre era algo irrenunciable en el proyecto de Dios. Por tanto Él no podía tolerar que el hombre llegase a nombrar, además de las cosas creadas, a sí mismo. El nombre del hombre sólo era conocido por Dios, y Dios lo mantenía oculto. Pero los hombres estaban desesperados, amenazados por la locura, porque no tenían un nombre. Así que, todos juntos, trabajaron en la Ciudad, en la Torre, en el Nombre. Fracasaron; pero lo consiguieron. No lograron la ciudad, no perfeccionaron la torre, no obtuvieron el nombre, mas desde aquel momento la obra interrumpida tras la expulsión del Paraíso Terrenal volvió a reanudarse, para no ser suspendida nunca más. Por todas partes se construyen ciudades que terminan por no ser más que ruinas, torres que acaban derrumbándose, se dicen Nombres impronunciables. Y en las alturas Dios no encuentra alivio; Dios tiene miedo, Dios planea diluvios. La Torre de Babel, la Ciudad de Babel, eran grandes; eran conjuntos de edificios de infinitas dimensiones; los pintores que vieron la Ciudad y la Torre en sus sueños comprendieron que, en realidad, se trataba de construir un mundo, y de situarlo en torno a un centro, un centro capaz de unir el centro de la tierra con el centro del cielo. En las grandes pinturas se ve con claridad que, para evitar la dispersión, todos los hombres tuvieron que vivir juntos en una única ciudad con infinitas calles, y casas, y plazas, y jardines, y almacenes, y termas, y arcos; y todos tuvieron que trabajar en la torre; la torre no era obra de un genio, invención de un arquitecto, inspiración de un artista: era la obra total del hombre, del hombre dedicado a la captura del nombre. Si observamos con atención las imágenes plasmadas en color y dibujo de este infinito proyecto, veremos que todos ellos trabajaban juntos en la cotidianedad de la ciudad y en la eternidad de la torre; hasta los animales, que nada sabían del nombre y de sus leyes. Ciertamente, a lo largo de los siglos de su construcción, pueblos enteros tuvieron que ir subiendo, uno tras otro, los pisos de la torre; y pueblos enteros tuvieron que trabajar en la construcción de escaleras, arcos y contrafuertes: vemos innumerables peones, y también niños nacidos enla torre, y en la torre destinados a crecer, casarse, envejecer y morir; sin duda, cada cierto número de pisos hubo que construir cementerios para todos aquellos que en vano, aunque con fidelidad y constancia, lucharon por capturar el nombre y que, con palabras secillas y quizás arcaicas, encomendaron la tarea a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Sí, puede que fuese éste el ardid del Dios rencoroso. Las generaciones iban sucediéndose y la torre subiendo, pero la distancia entre la torre, entre la cota alcanzada con dificultad, y la ciudad seguía aumentando; los que habían sido rozados por el aura del nombre, no por otra cosa, no recordaban nada, nunca habían sabido cosa alguna de la vida en la ciudad lejana. ¿Acaso llegó un momento en que los que trabajaban en la torre fueron incapaces de divisar las atestadas calles de la ciudad inmensa? ¿Qué noticias, qué leyendas, qué fantasías tejieron los constructores sobre los ciudadanos y los ciudadanos pensando en los constructores? ¿Estuvo siempre claro por qué habían emprendido tan ardua e imposible construcción?
La ciudad se volvió sin duda enorme, tan enorme que, a su vez, los ciudadanos de un barrio no conocían a los del otro barrio; y entonces sucedió lo que los hombres habían temido: al no seguir gozando de la protección del nombre, los hombres se dispersaron, aun siguiendo estando todos en la misma ciudad.
Probablemente bastó con dejar que pasase el tiempo, y los hombres se encontraron divididos en una multitud de multitudes, en una miriada de naciones aisladas, capaces de entenderse pero dispersas. Entonces fue cuando los últimos construcctores de la torre comprendieron que el aura del nombre había sido una ilusión, igual que la virtud de aquella manzana; Dios los había conducido tan lejos de aquella tierra que dejaron de tener noticia de ella, de la ciudad que habían abandonado sus padres; puede que durante algún tiempo siguiese existiendo vida en la torre enorme y escarpada, en las terrazas donde se cultivaban las plantas y criaban los animales. Nos preguntamos si bajaría alguien, lentamente, hasta el suelo. Quizás hubo alguien que lo intentó, pero se perdió entre un piso y otro, y si alguien consiguió bajar hasta el suelo, seguramente fue mirado con desconfianza, como un espía, y quizá golpead
o hasta morir. Pero es probable que quienes quisieron permanecer en la torre, se decidiesen a vivir y morir en ella. Con un aire seco y helado se celebraban las última nupcias, nacieron niños delicados y cianóticos; la torre empezó a derrumbarse: se quebraron los arcos, se pulverizaron los muros, se desmoronaron los terraplenes. La agonía fue sin duda lenta; puede que nadie muriese en el desastre, puede que cuando la torre, entre aullidos de muerte, fue a deshacerse contra la llanura, ninguno de sus constructores siguiese aún con vida. Pero como se ha dicho: la ciudad, la torre, el nombre, nada llegó a perderse. Aquellos que a lo largo de los siglos dibujaron, pintaron y reconstruyeron la mole hormigueante de la torre, no fueron a buscarla en las áridas mesetas de Oriente. Se dieron cuenta de que de vez en cuando, en ciertas conjunciones de luna o determinadas y exquisitas coincidencias astrológicas y astronómicas, aparecían por todas partes ciudades bulliciosas, pobladas por quienes jamás habían vivido ni muerto, ciudades totales; y de que sólo con asomarse, con aguzar la vista cansada, verían surgir una torre , una torre que era a un tiempo una ruina, un entramado de ruinas y una obra perfecta, de absurda, de no humana perfección. Por entre las vigas, escaleras y senderos pasan de vez en cuando hombres decrépitos, agotados por las enfermedades y la vejez; pero de repente se vuelven, ves que son jóvenes y decididos; pero si los observas mejor, los verás como cadáveres próximos a la putrefacción. Todas las noches la ciudad está repleta de gente, es rica, es poderosa, es completa; pero de día no verás más que unas pocas piedras inciertas entre las hierbas, entre serpientes y ranas y estiercol de zorro. Mas espera a que regrese la noche, espera el taciturno regreso de la luna. Y escucha. Según va moviendose el péndulo celeste, todo se transformará en un terrible resonar de gritos: éste es realmente, el infierno; mas si surge la gracia del péndulo, se perderán tus afanes en el ritmo persuasivo del hexámetro. El metrónomo alterna torpes acentos jamás transcritos con la tranquila elegancia de una rigurosa liturgia. ¿Pero en qué instante, en qué celeste destello, brota la maravilla redentora del Nombre?



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lunes, 13 de junio de 2011

Estética china clásica


Yun Shouping (1633-1690) "Brisa de primavera"


"El dao engendra el uno,
el uno engendra al dos,
el dos engendra al tres, el tres engendra los diez mil seres.
Los diez mil seres contienen en su seno el ying y el yang;
los dos soplos vitales (gi) se compensan en un soplo vital armónico."


Lao zi, c. v (XLII)


El siguiente texto apareció en el número triple sobre taoísmo y arte chino de la revista "El paseante" que Siruela editó entre los años ochenta y noventa del pasado siglo XX. Es parte de un ensayo firmado por el sinólogo e investigador del arte Pierre Ryckmans.



POESIA Y PINTURA
Aspectos de la estética china clásica


(...) China es un mundo. Cualquier turista que vuelva tras haber pasado allí quince días lo dirá (aunque, precisamente en este punto, pueda haber error: dudo mucho que la República Popular haya conservado el caracter de universalidad que había definido a China durante unos tres mil años. Si bien es verdad que es todavía pronto para evaluar los efectos de treinta años de "gobierno de iletrados", pero eso es otra historia).En cualquier caso, aplicado a la China tradicional, este cliché -como suele ocurrir con los tópicos- esconde una verdad mucho más profunda de lo que sospechan, en general, los que lo enuncian. Para ser más exactos, podríamos decir que China es una visión del mundo, una manera de concebir las relaciones del hombre con el universo, una receta para mantener el orden cósmico.(imagen derecha "Buscar el Tao", de Huang Gongwan (1269-1354).
El concepto clave de la civilización china es el de la armonía: tanto si se trata de ordenar las relaciones entre los seres humanos, como de sintonizar al individuo con los ritmos del universo, este mismo afán de armonía anima la sabiduría confuciana, así como la mística taoísta; en esto, ambas escuelas son más complementarias que opuestas, y difieren únicamenrte en lo relativo al ámbito de aplicación -social, externo y oficial en el primer caso, espiritual, interno y popular en el segundo. Las diversas corrientes del pensamiento chino derivan de una misma fuente. Esta cosmología (resumida esquemáticamente en el más antiguo, valioso y oscuro tratado canónico, el I Ching (Yi jing ) o libro de las mutaciones) considera que la infinidad de fenómenos se encuentra en estado de flujo perpetuo; esta creación permanente, a su vez, es el resultado de la combinación de dos fuerzas antitéticas y complementarias. Estas dos fuerzas, o polos, constituyen una diversificación del Haber. El Haber, a su vez, es producto del No-haber (wu) que, por un contrasentido corriente, se obstinan en traducir como "la Nada", cuando esta noción está más próxima a lo que la filosofía occidental llama "el Ser". Los pensadores chinos consideraron sabiamente que el Ser sólo puede ser captado de manera negativa: lo Absoluto , cuando puede ser definido y nombrado, así como poseer calificaciones y propiedades, y ser objeto de descripciones no es verdadero. Pertenece únicamente al ámbito del Haber, con su caleidoscopio efímero y cambiante de fenómenos. El proceso que acabamos de esbozar no constituye una cadena mecánica, ni una secuencia causal; se trata de un círculo orgánico, en cuyo interior las diversas fases existen simultáneamente. Los textos más antiguos parecen implicar una anterioridad del No-haber con respecto al Haber. Sin embargo, los comentarios ulteriores describen sus relaciones como un intercambio, una dialéctica de opuestos complementarios, que se engendran mutuamente, el vacío es el espacio nutricio de los fenómenos. Por lo tanto, sólo se puede captar el Ser en hueco, delimitando su ausencia -del mismo modo que un sello grabado intaglio transmite su mensaje en blanco, revelando su dibujo gracias a la ausencia de materia-. Esta noción según la cual el Absoluto sólo puede ser sugerido por el vacío, reviste particular importancia en el caso de la estética china, como veremos más adelante.
La práctica de las artes constituye una puesta en marcha concreta de esta vocación de universalidad, de esta suprema misión de armonía que la sabiduría china asigna al hombre de bien: se trata, para éste, de discernir y recuperar la unidad de las cosas, de ordenar el mundo, de sintonizar con el dinamismo de la creación. Las artes incluyen esencialmente la poesía, la pintura y la caligrafía; para completar esta enumeración, habría que mencionar asimismo la música (que, para los letrados chinos, se reduce únicamente al laúd qin), pero, desgraciadamente, mi incompetencia me impedirá referirme a ella más ampliamente.
El hombre de bien cultiva las artes con el objeto de realizar plenamente su humanidad. Por esta razón, las artes, a diferencia de las artesanías (escultura, grabado, arquitectura, música de los instrumentos vulgares, etc.), no podían constituir una actividad profesional o especializada. Se es naturalmente competente en materia de poesía, de pintura y de caligrafía en la medida en que se es hombre de bien. Por definición, estas actividades sólo pueden ser practicadas por no profesionales: en el oficio de la vida, ¿acaso no somos todos aficionados?

(...)La comunión con el mundo

El poeta, el pintor, están asociados a la creación cósmica. La creación artística es una participación en el dinamismo del universo. La actividad artística del hombre de bien convierte a éste en émulo y colaborador del Creador. Así, el poeta Li He pudo escribir:

El pincel del poeta completa la creación universal
cuya plenitud no viene dada por el Cielo
.


Zhao Mengfu (1254-1322)"Los colores del otoño en las montañas Que y Hua"


Para los pintores, el mismo principio es formulado en términos casi idénticos: "la pintura -escribe Zhang Yuan- pone un punto final a la obra del Creador u
niversal". Observaremos aquí que numerosos artistas de Occidente llegaron a conclusiones similares. Pero, para ellos, se trata de una intuición, de una observación empírica que no tienen la ventaja, como sus colegas chinos, de poder relacionar directamente con un sistema cosmológico. Veamos un ejemplo cercano, A. D. Hope: "Como crítico literario profesional, confío muy poco en la mayor parte de las descripciones y definiciones de la poesía, en las que se basan la mayoría de las escuelas.
"La imitación de la naturaleza", "el exceso de un potente flujo de emociones", "una crítica de la vida" -bueno, si les parece-. Pero ninguno de estos conceptos se me antoja base suficiente para la crítica. Como poeta los encuentro exasperantes. En realidad, no conozco ninguna definición de la naturaleza y de la función de la poesía que me satisfaga más que la idea de poesía como celebración, una celebración del mundo, por la creación de algo que se añade al orden del mundo, y lo completa". Sería infinitamente fácil traducir ésta última frase en chino clásico, ya que los poetas, pintores y teóricos chinos no han dejado de decir lo mismo desde hace más de quince siglos.
En la poesía china, la comunión con el universo se expresa a través de una gran variedad de procedimientos. Hay que mencionar, en primer lugar, los recursos singulares que la lengua china pone a disposición del poeta, y los que hemos citado anteriormente -la flexibilidad vaga de la sintaxis y de la morfología, que permite confundir sujeto con objeto, estableciendo una porosidad, una permeabilidad entre el poeta y el mundo-. Es lo que ocurre en el ejemplo clásico proporcionado por los dos primeros versos de "Mañana primaveral", de Meng Haoran:

El sueño primaveral no percibe la aurora
Por doquier suena el canto de los pájaros...

La persona del durmiente no se define ni se menciona en parte alguna; el poema sugiere la profundidad de un sueño en el que el yo consciente flota y se disuelve, en medio de las confusas sensaciones del alba; los trinos de los pájaros, vagamente percibidos a pesar del torpor, se convierten en objetos de una percepción carente de sujeto.
El mismo efecto se encuentra asimismo en los célebres versos de Wang Wei, enriquecidos además por una personificación del mundo: el universo se convierte en compañero activo. Este poema suele ser traducido de una manera que, sin ser incorrecta, no deja de resultar bastante insípida:

En la montaña vacía, no se ve a nadie
Pero se oyen voces...
En realidad, literalmente, la propuesta es la siguiente:
La montaña vacía no ve a nadie
Sólo oye voces...

Como es natural, este tipo de personificación de las cosas, este diálogo con el mundo, cobran mayor intensidad y exuberancia, una vez más, en el poeta místico taoísta Li Bai (Li Po); en el esfuerzo de identificación del poeta con lo que contempla, el sujeto acaba por ser abolido, quedando sólo el objeto. La comunión es perfecta. Veamos este cuarteto dedicado a la contemplación del monte Jingting:

Los pájaros se han ido, volando en bandadas
Se aleja, lentamente, una nube solitaria
Mirarnos el uno al otro no nos cansa
Solos tú y yo, monte Jingting.

(Li Bai da el mismo tratamiento a montes, ríos, sol y Vía Láctea que daríamos a viejos amigos, bebe en el banquete de los planetas, cabalga en la cola de los cometas. Por ejemplo, una noche, se encontró sin compañía para vaciar con él una jarra de vino. Ni corto ni perezoso, decidió improvisar una fiesta para tres: la luna, él mismo y su propia sombra; y la animada bacanal acaba con una cita para un nueva reunión en los espacios interestelares...)
Para los pintores, la supresión entre las fronteras entre sujeto y objeto, así como la identificación del sujeto con el objeto, son operaciones de igual importancia. Su Dongpo (Shu Shi) expresó de manera reveladora su admiración hacia las pinturas de bambúes realizadas por su amigo Weng Tong: si éste había conseguido alcanzar la perfección del natural, fue gracias a que, cuando pintaba bambúes, no necesitaba verlos, ya que él mismo se transformaba en bambú. No obstante, el tema de la comunión con el universo se manifiesta del modo más elocuente en la función atribuída al qi.
El término qi se traduce, a veces, por "espíritu", lo cual se puede prestar a confusión, a menos que se capte bien la idea de que los chinos poseen un concepto materialista del espíritu, y un concepto espiritualista del la materia: lejos de ser antimónicos, ambos elementos se complementan indisociablemente.(...)
Qi significa, literalmente, "soplo", "energía" (etimológicamente, el caracter se refiere al vapor del arroz cociéndose). En un sentido amplio y profundo, se refiere al impulso vital, el dinamismo interno de la creación cósmica. El objeto supremo del artista consiste en captar esta energía en el macrocosmos e inyectarla en el microcosmos de su obra. En la medida en que consigue animar su pintura con este soplo universal, su propia actividad reproduce la del Creador cósmico. Aquí, una vez más, sería interesante resaltar que los grandes artistas de Occidente llegaron, empíricamente, a los mismos conceptos; véase, por ejemplo, Flaubert: "lo que a mí me parece más elevado en el arte (y lo más difícil) no es hacer réir, ni hacer llorar, ni poner en celo, ni provocar ira, sino actuar como la naturaleza". O Claudel; "El arte imita a la naturaleza, no en sus efectos, sino en sus causas, en su "manera", en sus procedimientos, que no son sino una participación y una derivación en las cosas, del mismo arte divino: ars imitatur naturam in sua operatione". Y, de modo más conciso, pero igual de explícito, Picasso: "No se trata de imitar la naturaleza, sino de trabajar con ella".(...)
La noción del qi ha encontrado, en pintura, algunas de sus aplicaciones más expresivas, aunque también tienen un papel fundamental en la teoría de la literatura. Han yu nos da de él una imagen impactante: "El qi es como el agua, y las palabras son como objetos que flotan en la superficie. Cuando la cantidad de agua es suficiente, los objetos, grandes y pequeños, pueden moverse libremente: así es la relación entre el qi y las palabras. Cuando el qi se encuentra en su plenitud, tanto la longitud de las frases como su volumen sonoro alcanzan su perfecta medida". Como se ve, la noción es la misma que en pintura: en ambos sentidos, se trata de una energía subyacente a los signos, y capaz de dotarlos de articulación, textura, ritmo e impulso. (Cuando escribió Madame Bovary, Flaubert trataba, precisamente, de transmitir a su obra esta corriente invisible pero eficaz, que, al circular bajo las palabras y las frases, les confiere aliento y vida: en la obra, hay que sentir, decía, "una larga energía que vibre de un extremo al otro, sin desfallecer".) Esta función del qi no se manifiesta en ningún lugar de manera tan evidente y eficaz como en los versos-imágenes (de los que antes dimos dos ejemplos), en los que la sintaxis se vuelve practicamente inexistente, y donde las relaciones gramaticales se disuelven: se ve, entonces, la escuadra de las palabras, que, libre de amarras, arremete al unísono, bajo el impulso de ese flujo que es el único que asegura su cohesión. Para el artista, ya sea pintor o poeta, el primer imperativo es captar y cultivar el qi, insuflando la energía de éste a su obra. Si la obra no posee esta inspiración vital, si le falta "soplo", cualquier otra cualidad técnica que pudiera presentar resultaría inútil. Si, al contrario, está habitada por esta circulación interna, incluso sus posibles defectos podrían verse redimidos. Por lo tanto, el trabajo del crítico consiste, por encima de todo, en valorar la intensidad del qi que se manifiesta en la obra. De este papel privilegiado que se otorga a la expresión del qi, resultan importantes consecuencias. La originalidad, la invención formal, no constituyen valores en sí. Si el artista consigue transmitir el qi, poco importa que el pretexto formal sea nuevo o formado. Incluso, se concibe la posibilidad de que una imitación pueda sobrepasar el modelo, en la medida en que la copia consiga manifestar mejor el influjo del qi. Esta primacía de la expresión sobre la invención caracteriza en profundidad la estética china. El mejor ejemplo de ello se encuentra en la caligrafía, que, como se sabe, es considerada por los chinos como la forma suprema del arte del pincel. Por una parte, sería difícil concebir un arte más estrechamente gobernado por las convenciones formales y técnicas, y con menos espacio para la imaginación y la iniciativa del artista: no sólo no se permite al calígrafo que invente la forma de un solo carácter, sino que, además, el número de pinceladas, e incluso, la orientación y el orden exacto según los cuales estas pinceladas deben sucederse, están rigurosamente predeterminados. Por otra parte, paradójicamente, la caligrafía es también el arte que puede proporcionar al individuo la ocasión de expresar, más directa y líricamente, su propia personalidad, su temperamento singular e, incluso, los matices íntimos y sutiles de su sensibilidad.
El mismo fenómeno se encuentra, por otra parte, en la pintura y en la poesía. Para el profano, a primera vista, la pintura china puede parecer singularmente limitada y monótona; el paisaje, por ejemplo, se reduce, invariablemente, a una combinación de montañas y agua, articulada según sus fórmulas establecidas. Este cañamazo estereotipado, a su vez, se constituye en elementos convencionales -árboles, rocas, nubes, figuras arquitectónicas o humanas- cuyo tratamiento es objeto de recetas debidamente inventariadas en los manuales de pintura, que son verdaderos diccionarios de formas. El registro de que dispone la poesía es igual de limitado. Recurre a un lenguaje simbólico rígidamente codificado, un repertorio de imágenes prefabricadas (el canto del cuco, que provoca en el viajero el deseo de volver a su hogar; los gansos salvajes, que pasan de largo, sin detenerse a dar noticias del ser amado; el viento del oeste, con fúnebres connotaciones otoñales; los patos mandarines, símbolo del amor recíproco; las ruina antiguas, testigos de la precariedad de los empeños humanos; las ramas de sauce que intercambian los amigos al despedirse; la luna y el vino; las flores que caen; la melancolía de la amante asomada al balcón, etc., etc.) En cierto sentido, se podría describir la poesía china como un tejido de clichés bordados sobre un pequeño número de temas convencionales. Pero tal definición, a pesar de ser literalmente correcta, dejaría a un lado lo esencial: un sordo también podría, según eso, definir una sonata para violoncelo de Bach como una sucesión de frotamientos diversos, aplicados a cuatro tripas tendidas sobre una caja vacía. Cualquier poesía resulta, evidentemente, intraducible por naturaleza. Pero en el caso de la poesía china, esta imposibilidad se ve aumentada por un malentendido. En este caso, la traducción funciona únicamente como un cedazo perverso que sólo recoge el cascabillo para eliminar el grano: lo que el traductor propone al admirativo lector es, precisamente, la parte menos admirable del poema, es decir, su argumento (generalmente banal) y sus imágenes (prácticamente siempre tomadas de un repertorio convencional, carente de cualquier originalidad). El traductor no capta la virtud específica del poema, ya que (como sucede en la pintura y caligrafía) ésta no reside en la creación de signos nuevos, sino en la nueva utilización de signos convencionales. El arte consigue en disponer, ajustar y confrontar estas imágenes manidas: es preciso que, de su choque, brote la vida. En el fondo, la estética china es una estética de interpretación, más que de invención (entiéndase interpretación en el sentido musical de la palabra: alguien como Ivan Moravec no deja de ser un artista aunque no haya compuesto personalmente los nocturnos de Chopin que interpreta; y en fidelidad de su interpretación, consigue expresar su propia individualidad, su sensibilidad singular, un genio creador distinto al de, por ejemplo, Claudio Arrau, o de cualquier otro artista que interprete la misma pieza). Al menguar el campo de su invención, un arte intensifica la calidad de su expresión; o, mejor dicho, desplaza la creación desde el primer plano al segundo (por lo demás, se trata de un fenómeno universal: consideremos, por ejemplo, en Occidente los principios del cubismo. Con Braque, Gris y Picasso, el mundo pareció reducirse, de repente, a las dimensiones de una guitarra, un periódico o un frutero. La convención que los libraba de la preocupación de tener que definir un tema les permitió concentrar su atención en la elboración de un lenguaje. Anteriormente, por cierto, doce manzanas y una montaña habían cumplido la misma función para Cézanne).
Para el artista o el poeta, la cuestión no estriba en la eliminación de los estereotipos, sino en su manipulación, de manera que, a través de ellos, "circule la corriente": bajo la acción eficaz de ésta, el binomio convencional de la montaña y el agua se convierte en una creación mocrocósmica; la imagen manida de la flor que cae, en metáfora desgarradora y universal del destino; y la de la espera de la amante asomada al balcón, en resumen de la condición humana entera.

Virtudes del vacío

Se ha dicho que para la filosofía china, lo Absoluto se manifiesta sólo en hueco, y puede definirse sólo por ausencia. Seguidamente, hemos visto una importante aplicación de este concepto en el precepto que recomienda al pintor que revele sólo la mitad del tema para sugerir mejor la totalidad. Si el mensaje resulta eficaz, sin necesidad de ser enterament explícito: en este sentido, los espacios en blanco de la pintura, los silencios del poema o de la música, constituyen su parte activa, el elemento que hace que la obra sea "operativa". Más aún que la obra realizada, lo importante es la operación de la mente que la precede y que ordena su ejecución. El poeta Tao Yuanming acostumbraba a llevar siempre un laúd sin cuerdas que utilizaba para tocar melodías silenciosas: "Me conformo con el sabor que yace en el corazón del laúd; ¿para qué empeñarme en oir el sonido de las cuerdas?. La obra realizada es la experiencia espiritual del artista lo que el gráfico registrado por el sismógrafo es al terremoto. Lo que realmente cuenta es la experiencia en sí, siendo la obra una consecuencia accidental de ésta, su efecto secundario, su residuo visible (o audible), no es más que "la huella precaria, dejada al azar en la nieve, por un cisne salvaje". Ésa es la razón por la cual la sustancia material de la pincelada, o la sustancia sonora de la nota musical, se ven, en ocasiones, aligeradas, afinadas, para desvelar mejor el gesto que las origina y que las sobrentiende (en caligrafía y pintura, la pincelada se carga de una cantidad de tinta deliberadamente insuficiente, de manera que, en el papel, el trazo parezca "rasgado" por espacios blancos que realcen su dinamismo interno. Esta técnica se denomina feibai, o "blanco volante").
También la literatura posee esos "espacios en blanco" que tan pronto sirven de articulación para la composición, como permiten que el poema sugiera la existencia indecible de un más allá del poema. En cierta medida, la literatura occidental también conoce estos usos del vacío: al ofrecer a Vita Sackville-West "su obra más hermosa" bajo la forma de un volumen espléndidamente encuadernado, con todas sus páginas en blanco, Virginia Woolf nos proporcionó un buen ejemplo de esta segunda función. En cuanto al vacío, utilizado como técnica de composición, Proust identificó sutilmente esta práctica en Flaubert: "En mi opinión, lo más bello de la Educación sentimental no es una frase , sino un "espacio en blanco" (...) gracias al cual Flaubert libera por fín (a la novela) del parasitismo de las anécdotas y escorias de la historia". Esta observación de Proust fue, a su vez, excelentemente comentada pore Maurice Nadeau: "Proust ya lo señaló: son los 'espacios en blanco' de la narración los que constituyen el valor, tanto de La educación sentimental como de Madame Bovary (...) Lo "no dicho" se encuentra cada vez que la vida de Emma Bovary da un imperceptible giro, y una subnarración, fluyendo bajo la descripción, acompaña, a menor escala, a la narración(...) la inserta en un silencio esencial que se confunde con las palpitaciones de la vida. Una misma corriente recorre las cosas y las consciencias, el mundo material y psicológico intercambian sus atributos, la realidad y los signos que la significan forman un todo indisociable que, en la manifestación de las cosas, hace incesantemente referencia a la 'fuerza interna del estilo' ". La noción flaubertiana de "fuerza interna del estilo" sugiere irresistiblemente un acercamiento a la noción china del qi; y es precisamente el vacío lo que constituye el elemento conductor por excelencia de esta "corriente".
El vacío es el espacio en el que se puede desplegar el más allá del poema; la poesía china dispone de medios diversos para suscitarlo. Por ejemplo, los dos primeros versos del celebre cuarteto de Wang Zhihuan, donde habla del inmenso paisaje que se extiende bajo una torre, en la desembocadura del Río Amarillo, empiezan por describir el horizonte más amplio:

El sol blanco se hunde tras la montaña
El Río Amarillo fluye hacia el océano...

Llegado a este punto, el lector tiene la impresión de que el poeta ha alcanzado la cima extrema de su visión; de hecho, la auténtica función de estos dos versos es la tensar un resorte, cuya brusca acción, al final del poema, impulsa la imaginación del lector hacia el espacio infinitamente más vasto de lo no dicho:

...Más, si deseáis vislumbrar un paisaje infinito,
Subid un piso más.

El último verso no es un punto de llegada, sino de partida. Este "efecto de trampolín" es frecuentemente utilizado por los poetas, sobre todo en los cuartetos, cuya estrema brevedad (el poema entero puede reducirse a veinte sílabas) se ve, de esta manera, alargada por un eco sin fin. Otra técnica es la de construir el poema alrededor de un vacío central, donde reside la verdad inalcanzable e indecible. En este caso, la metáfora clásica es la de la visita fallida de un sabio ermitaño, poseedor de la respuesta suprema; su presencia, absolutamente real, está cerca, como lo atestiguan huellas diversas o, incluso, emisarios; sin embargo, su persona permanece invisible e inalcanzable. Más de mil años antes de El castillo de Kazka, Jia Dao resumió este mito en un célebre cuarteto:

Al pie de un pino, el criado responde:
"El maestro ha ido a recoger hierbas
Está en alguna parte de esta montaña
Pero ¿dónde? La niebla lo ha ocultado todo".

Puesto que lo esencial es indecible, el poema sólo puede hablar rodeando el tema, circundando un vacío. Veamos este otro, de Tao Yuanming:

He construido mi choza entre los hombres,
Mas ninguna agitación me turba.
Decidme, ¿cómo es posible?
La soledad vive en el corazón, no en la distancia.
Corto unos crisantemos, al pie del seto.
Alzo la vista hacia los montes lejanos.
El aire de la montaña es bello, al atardecer,
Cuando vuelven los pájaros a sus nidos.
Una verdad yace en el fondo de todo esto,
Quisiera captarla, pero no encuentro palabras.

El mismo tema encontró una nueva expresión en Wang Wei:

En el atardecer de la vida, me gusta el silencio
No me importan ya los asuntos del mundo
He medido mis límites,
Y sólo deseo volver a mi viejo bosque.
La brisa que sopla en los pinos hace flotar mi cinta.
En la montaña, toco el laúd, a la luz de la luna
¿Me preguntáis dónde reside la suprema verdad?
En el canto del pescador que se acerca a la orilla.

La obra de arte -poema, pintura, composición musical- es un "canto del pescador": más allá de las palabras, de las formas y sonidos, es la experiencia directa e intuitiva de una realidad que ningún acercamiento discursivo puede alcanzar. En nuestra época, el crítico moderno más sutil, Zhou Zuoren, resumió en una frase lapidaria esta tradición viva en la que él mismo se había formado: "todo lo que puede ser enunciado carece de importancia". Esta reflexión, aunque resulte vano decirlo, es igualmente válida para los ensayos sobre la estética china.



Zhao Menfu (1254-1322) Abubilla en bambú


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Vídeo de Liu Fang interpretando al laúd chino (pipa) un tema clásico:

http://www.youtube.com/watch?v=oKB71CEONGc


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domingo, 5 de junio de 2011

El viaje al más allá


Hipnos y Thanatos recogen a un guerrero muerto en presencia de Hermes.
Detalle de crátera, hacia 515 a. C. Metropolitan Museum



El viaje no es como lo narra el Télefo de Esquilo, que dice que el camino de la muerte es sencillo. A mi me parece que ni es sencillo ni único, ya que en ese caso no se necesitarían guías, pues nadie se extraviaría nunca... De hecho parece que presenta numerosas bifurcaciones y encrucijadas. Esto lo digo basándome en nuestros usos sagrados y en nuestras costumbres funerarias.

Platón, Fedón 108a


El siguiente texto del profesor de Historia de las religiones de la Universidad de la Laguna Francisco Diez de Velasco, forma parte de su obra Los caminos de la muerte. Religión, rito e imágenes del paso al más allá en la Grecia antigua. Son algunos fragmentos del capítulo dedicado a los cultos mistéricos, por los que el iniciado experimentaría la unión con la divinidad, liberándose de la sumisión al devenir temporal y gozando de la bienaventuranzaen el más allá. Iniciación que supone un "morir antes de morir", enseñanza que facilitaría, llegada la muerte biológica, la orientación en el viaje de ultratumba para conseguir el final deseado.


Morir como inicado

Coexiste con la visión del viaje de la muerte expuesta en el segundo capítulo (y como consecuencia de las especulaciones repasadas en el capítulo anterior) otra visión que podemos denominar iniciática y que presenta una solidez doctrinal notable aunque la documentación para conocerla sea desgraciadamente fragmentaria y escasa.
Se basa en la creencia de que, gracias a la iniciación en los misterios, se puede conseguir, al penetrar en los caminos del más allá, superar los errores que determinan entre los hombres comunes la aniquilación en el Hades. La promesa de un mejor más allá se convierte en la piedra angular de la iniciación, tanto en los misterios de Eleusis como entre las cofradías dionisiacas, órficas y los grupos filosóficos que se entroncan directa o indirectamente con estos místicos. La dicotomía iniciado-no iniciado, en la que se sustenta la cohesión de muchos de estos grupos de tipo religioso (cimentando su alteridad frente a la religión oficial de la pólis), se exacerba en el mundo imaginario del más allá, alcanzando los iniciados la felicidad y los no iniciados un estado de sufrimiento y total confusión (lo que resulta de hecho una crítica radical por parte de los iniciados de la religión oficial, estimada incapaz de liberar al hombre de su condición caduca y por tanto estimada como profundamente perniciosa).

La iniciación en los misterios, como la experiencia platónica de la muerte del verdadero filósofo (profundamente deudora de la anterior en el lenguaje y las expectativas), consiste en adentrase en la agonía del más allá. Iniciarse es morir, cumplir con el rito de separación del mundo de los hombres comunes y con el de agregación al grupo de los elegidos. Esta identificación de la experiencia iniciática mistérica con la de la muerte la encontramos expresada de modo diáfano en Plutarco, en un fragmento que debe corresponder a un tratado perdido Sobre el alma, dentro de sus Moralia:

En este mundo no tiene conocimiento, excepto cuando está en el trance de la muerte; puesto que cuando ese momento llega, sufre una experiencia como la de las personas que están sometiéndose a la iniciación en los grandes misterios; además los verbos morir (teleutân) y ser iniciado (teleîsthai) y las acciones que significan, tienen una similitud. Al principio está perdido y corre de un lado para otro de un modo agotador, en la oscuridad, con la sospecha de no llegar a ninguna parte; y antes de alcanzar la meta soporta todo el terror posible, el escalofrío, el miedo, sudor y estupor. Pero después una luz maravillosa le alcanza y le dan la bienvenida lugares de pureza y praderas en los que le rodean sonidos y danzas y la solemnidad de músicas sagradas y visiones santas. Y después, el que ha completado lo anterior, a partir de ese momento convertido en un ser libre y liberado, coronado de guirnaldas, celebra los misterios acompañado de los hombres puros y santos y contempla a los no iniciados, la masa impura de seres vivientes que se revuelcan en el fango y sufren aplastándose entre ellos en la oscuridad, aterrados por la muerte, incrédulos ante la posibilidad de la bienaventuranza en el más allá.

Se trata de un testimonio tardío pero tiene el doble interés de resultar extraordinariamente sintético y de desvelar en parte una experiencia que estaba sometida a una severa regla de silencio.
El viaje de la muerte se convierte en un trance ya vivido que sólo tiene para el iniciado una posible conclusión: la transformación en un ser bienaventurado que goza la gloria de una iniciación sin la sumisión a la tiranía del tiempo, libre y liberado de las ataduras del mundo. El mayor problema que presenta su estudio radica en lo caótico, fragmentario y complicado de las fuentes de las que disponemos para recomponer estas doctrinas y para diseccionar lo que pudo ser órfico, pitagórico, dionisiaco o eleusino y establecer corpora de creencias determinadas. Esta indeterminación ha llevado a análisis desesperadamente dispares y a intentos de establecer las influencias de unos u otros grupos en las especulaciones de este tipo que a veces han sobrevivido en la documentación (por ejemplo, en Píndaro o en los autores teatrales).
Afortunadamente se han conservado (por vías de transmisión diferentes) dos visiones escatológicas que permiten ahondar en el conocimiento de esta vía mistérica. Por una parte, contamos con Platón, una fuente privilegiada (por lo completa y compacta que resulta) que, además, sufrió la influencia de estos grupos místicos; por otra parte, la arqueología ha deparado en el último siglo unos documentos excepcionales, las láminas órfico-dionisiacas, que, a pesar de sus características especiales, son el testimonio fundamental para el conocimiento del camino de la muerte mistérico.


El mito de Er y el imaginario platónico del paso al más allá


La muerte posee un lugar de honor en la especulación platónica y quizás el pasaje más revelador es la narración, en el Fedón, de los argumentos de Sócrates para encarar la muerte con entereza. El verdadero filósofo se ha ejercitado en el morir y es capaz de liberar conscientemente el alma del cuerpo. El deambular del sabio por los caminos de la muerte le llevará directamente a una meta superior, puesto que no se dejará aturdir por las trampas del inframundo en las que tropiezan los hombres comunes. Para ello cuenta con los conocimientos que, gracias a una disciplina rigurosa en vida, le otorga la anámnēsis, la capacidad de recordar todas las existencias pasadas. El filósofo, por tanto, posee un poder, gracias a su esfuerzo y tenacidad, que a los hombres comunes les promete la iniciación: el control sobre la propia muerte, el dominio imaginario sobre la alteridad radical que se esconde tras el morir.
Para exponer con detalle su escatología imaginaria (e incomprobable, hecho del que el autor es bien consciente) Platón se ve obligado a recurrir al lenguaje del mito y engarza como abrupta conclusión de su obra maestra, La República, la narración de las vicisitudes del panfilio Er, soldado que «murió» en el campo de batalla y cuyo cadáver, al ser recogido diez días después, presentaba la anomalía de la falta de signos de corruptibilidad. A los doce días, cuando se estaba procediendo a la cremación (estaba ya dispuesto sobre su pira funeraria) se levantó y comenzó a narrar lo que había visto en el más allá. Se trata del más prestigioso y completo de los ejemplos que poseemos de katábasis (un subgénero literario que narraba el descenso al más allá de personajes míticos o de hombres de sabiduría) y resulta un compendio de las expectativas que ofrece la vía filosófico-iniciática a los que la siguen.
Platón, por boca de Sócrates, cuenta que el alma de Er salió de su cuerpo y llegó a un lugar maravilloso (tópon daimónion) en el que se abrían dos caminos dobles, uno a la izquierda, terrestre y descendente (con su equivalente para subir desde el inframundo), y otro a la derecha, celeste y ascendente (con su equivalente para bajar desde el cielo). Tras ser juzgadas y escrita su sentencia en la espalda, las almas de los justos ascendían por el camino celeste y las de los injustos descendían por el terrestre, a gozar unas de la beatitud y a sufrir las otras, multiplicados por diez, los castigos por sus iniquidades. Cumplido el plazo bajaban del cielo las unas y ascendían del inframundo las otras y, tras pasar una semana en la pradera maravillosa y cuatro de viaje, llegaban a un lugar en el que se les desvelaba la estructura del universo sometido a la Necesidad (Anánkē) y conformado como una máquina (se mezclan constantemente los datos imaginarios con los que parecen provenir de la descripción de un complejo planetario, lo que permite emitir sospechas sobre el carácter «visionario» del relato). Posteriormente, Láquesis organizaba un sorteo para el turno de elección del modelo de vida (animal o humana, justa o criminal), que correspondería a la encarnación terrestre posterior de cada alma. Cada una, por turno, escogía, entre el elenco de posibilidades que se le ofrecían, la vida que creía más conveniente, y finalmente Láquesis, por orden de turno, adjudicaba a cada alma el demon (daímōn) correspondiente a la vida preferida, para que sirviera de guardián y obligase a vivir con consecuencia el destino elegido. Platón desvela por tanto el mecanismo imaginario que rige la reencarnación, que depende del pleno libre albedrío del hombre (que es el que elige, sin coacción de ninguna entidad sobrenatural), y cuyo resultado, por tanto, depende de la sabiduría personal. Resume su esperanza escatológica, que es, además, un potente atractivo propagandístico de la vida folosófica que predica de este modo:


Si cada vez que se encarna uno en la vida de aquí, dedicase sus esfuerzos a la sana filosofía, y si no le tocara ser de los últimos en elegir, tendría oportunidades, según lo que se cuenta acerca del más allá, no sólo de ser feliz aquí, sino también de hacer el viaje de este mundo al otro y de vuelta del otro a éste no por el duro camino subterráneo sino por el derecho y celestial.

Frente al saber práctico de los sofistas, que se dirige al aprendizaje del control de los mecanismos de la vida política ateniense, Platón ofrece un conocimiento a su entender más profundo y más útil que permite no sucumbir ante un sorteo y una elección de destinos en el más allá que no puede menos que recordar a los que regían la vida política de Atenas.
El camino de la muerte platónico termina en la llanura de Lethe (Olvido), que carece de vegetación y en la que hace un calor sofocante; tras acampar en el río Amélēs, las almas beben de su agua, pierden la memoria de todo lo pasado y se encarnan en nuevos cuerpos para continuar el ciclo del sufrimiento.
El papel del verdadero sabio, del que ha encarado en vida el ejercicio de muerte (melétē thanátou), es vencer la sed y no caer en la trampa irresistible que el agua del río Amélēs resulta para el hombre no ejercitado (amelétētos). El control de la Memoria (Mnēmosýnē), por medio de la anámnēsis, es la fuente del verdadero poder del sabio, la enseñanza fundamental de la vía mística que predica Platón y que permite

a los que, gracias a la filosofía se han purificado todo lo necesario, vivir a partir de ese momento libres de cuerpos e ir a parar a moradas aún más bellas, que no pueden describirse fácilmente...(...)


Los pasaportes del iniciado: las láminas órfico-dionisiacas

Lámina órfica, origen desconocido 350-300 a. C.


Contamos desde finales del siglo pasado con un corpus creciente de documentos epigráficos fascinantes, las láminas órfico-dionisiacas, que resultan una suerte de «pasaportes» para el iniciado en su viaje al más allá. Se grababan en pequeñas placas de oro, que se situaban en la tumba en la boca o en la mano del difunto, y presentan recomendaciones para el viaje al más allá determinando cómo alcanzar la beatitud tras la muerte. Son itinerarios en verso épico, guías para el viaje de la muerte en forma de encantamientos rimados.
Los encontrados hasta ahora y debidamente publicados son los siguientes, presentados por orden cronológico (se presenta una seleción de los que aparecen en este ensayo):


1) (B9) Hiponion: lámina localizada en el museo de Reggio Calabria, aparecida en la tumba 19 de la necrópolis de Hiponion, se enterró sobre el pecho del esqueleto de una mujer (junto a un ajuar formado, entre otros objetos, por tres copas, dos lécitos de barniz negro y un anillo de oro y otro de bronce). Se fecha en torno al 400 a. e., y el texto inscrito es el siguiente:

De Memoria (Mnemosyne) he aquí la obra. Cuando esté a punto de morir e ingresar en la bien construida morada del Hades, hay a la derecha una fuente y, cerca de ella, enhiesto, un blanco ciprés. Allí, descendiendo, las almas de los muertos encuentran refrigerio. A esa fuente no te acerques en ningún caso. Más adelante encontrarás el agua fresca que mana del lago de Memoria, y delante están los guardianes que te preguntarán con corazón prudente qué es lo que estás buscando en las tinieblas del funesto Hades. Diles: "Soy hijo de la Tierra y del Cielo estrellado, agonizo de sed y perezco, dadme presto de beber del agua fresca que mana del lago de Memoria", y apiadándose de ti, por voluntad del rey de los ctonios te darán de beber de Memoria y finalmente podrás tomar la frecuentada y sagrada vía por la que avanzan los demás gloriosos mýstai y bákchoi.

(...) 4) (A1) Turio: localizada actualmente en Nápoles (Museo Nacional 111625), hallada en la tumba pequeña (timpone piccolo) y fechado en los siglos IV-III a.e.:


Llego pura entre las puras, reina de los ctonios, Eucles, Eubúleo y demás dioses inmortales, ya que yo también me glorío de pertenecer a vuestra estirpe feliz, porque la Moira me sometió y los demás dioses inmortales(...) y el rayo lanzado desde las estrellas. Escapé del círculo terrible y doloroso, avancé con raudo pie hasta alcanzar la anhelada corona y me interné en el seno de Desponia, la reina ctonia, y salí de la corona anhelada con raudo pie. "Feliz y bienaventurado serás dios en vez de mortal", cabrito he caído en la leche.

(...) 7) (A4) Turio 4: se localiza actualmente en el Museo Nacional de Nápoles (111463), hallada en la tumba grande (timpone grande) junto a otra lámina fragmentaria con nombres de dioses (Protógono, Cibeles, Helio, Zeus, Fanes, Fuego, Nike, Tyché, Deméter). Fechada en los siglos IV-III a. e.:

Pero apenas el alma haya abandonado la luz del sol va a la derecha (...) observándolo todo de un modo correcto. Alégrate tú que has sufrido el sufrimiento, esto no lo habías sufrido nunca antes. De hombre naciste dios, cabrito caíste en la leche. Alégrate, alégrate, tomando el camino de la derecha hacia las praderas sagradas y los bosques de Perséfone.

(...) 9) (A6) Pelina (Tesalia): dos láminas en forma de hoja de hiedra encontradas en el interior de un sarcófago de mármol conteniendo el esqueleto de una mujer (situadas simétricamente sobre el pecho del cadáver, en cuya boca apareció una pequeña moneda de oro). El ajuar, aún no publicado completo, constaba de dos estatuillas de terracota, una fragmentaria y otra con representación de una ménade. En una fecha posterior se incluyó en el interior del sarcófago un vaso de bronce con las cenizas de un niño y una moneda del año 283 a. e. La fecha de las láminas es finales del siglo IV a. e. o comienzos del III a. e. La tradución es de A. Bernabé, con modificaciones:

Acabas de morir y acabas de nacer, tres veces venturoso, en este día. Di a Perséfone que el propio Baquio te liberó. Toro, te precipitaste en la leche, rápido te precipitaste en la leche, carnero caíste en la leche. Tienes vino, honra dichosa; bajo tierra te esperan los mismos ritos que a los demás felices.


Láminas de Pelina


(...) 11) (A5) Roma: se localiza actualmente en Londres (British Museum 3154) apareció en la necrópolis de San Paolo (via Ostiense), fechada en el siglo II d.e.:

Viene pura entre las puras y resplandeciente, oh reina de los ctonios, Eucles y Eubúleo, hijo de Zeus. He aquí el regalo de Memoria, don celebrado por los cantos de los mortales. Cecilia Secundina, ven tú según la ley te has convertido en divina.

El viaje de la muerte en las láminas orfico-dionisíacas

Este material epigráfico en bruto resulta monótono, presenta numerosos problemas de lectura e interpretación (que se reflejan en una bibliografía cada vez más numerosa), pero resulta de una calidad significativa extraordinaria. No son obras literarias, ni siquiera estaban pensadas para ser leídas, por lo que las letras no fueron grabadas con el cuidado suficiente (lo que sufren los paleógrafos que han de aventurar una transcripción y los filólogos que han de restituir el texto en una lectura coherente). Pero, frente a las obras literarias que tratan de este mismo tema, presentan una cualidad muy particular: no es material susceptible de opinión sino materia de fe. Cuando un iniciado se hacía enterrar con este tipo de objeto era consciente de lo que hacia y creía en ello. No se trata, por tanto, de la expresión de un tibio más allá en el que se cree a medias sino de un anhelo que se estima certeza. Cumple funciones semejantes a las de los textos funerarios egipcios o el Bardo Thödol tibetano. Se trata por tanto de verdaderos textos religiosos que el azar arqueológico y nuestra nula sensibilidad hacia el descanso de los muertos de las culturas que nos han precedido nos brindan para su lectura. Se trata, además, de una materia sobre la que el silencio y el secreto eran norma, pues formaban parte esencial de los anhelos profundos cuya divulgación podía poner en peligro la propia eficacia de los mismos (un crimen castigado en el más allá era desvelar misterios a los profanos). Tenemos, pues, ante nuestros ojos una materia secreta que no estaba pensada para ser divulgada, un diamante en bruto que expresa, sin intermediarios, creencias cruciales para los que las utilizaban en sus tumbas.


Sufrir, recitar, beber

La geografía de más allá comienza con una elección: hay que decantarse por una de las al menos dos direcciones que se ofrecen al alma viajera. La elección correcta es la de la derecha en la mayoría de los casos (Turio 4, Hiponión, Farsalo y Pelina), la de la izquierda aparece solamente en la lámina de Petelia. La situación resulta semejante a la que se presentaba a Er en la narración platónica. También en ese caso la derecha es el camino correcto, el que toman las almas de los justos y el que lleva al cielo; el camino de la izquierda, descendente, es el que toman los criminales. Se ha creído que esta valoración positiva de la derecha en la obra platónica era de origen órfico-pitagórico, por lo que la anomalía de la lámina de Petelia resulta aún más flagrante, salvo que resultase una trampa para engañar al profano que quisiese utilizar las láminas áureas sin pertenecer al grupo de iniciados (éstos serían capaces de interpretar correctamente, modificando la lectura imaginaria del texto, y tomar la dirección adecuada).
El siguiente paso enfrenta al difunto con la fuente peligrosa, al lado del ciprés blanco. La advertencia de las láminas de Hiponion, Petelia y Farsalo es clara: no se debe beber de ese agua. Este episodio cumple una función semejante a la del río Amélēs del relato platónico. La diferencia entre ambos radica en que el iniciado sabe por las tablillas que debe pasar de largo y no beber, mientras que en la rueda de reencarnaciones platónica el río Amélēs es el medio obligado de olvidar para así penetrar de nuevo en el ciclo terrestre libre de los conocimientos adquiridos en el más allá.
A pesar de las semejanzas, la estructura de la creencia es diferente en ambos casos; para los órfico-dionisiacos la liberación es posible sólo conseguir las indicaciones de las laminillas, mientras que en el caso platónico es la filosofía y no el conocimiento mecánico de un rito lo que libera. De nuevo encontramos una anomalía en la narración de las láminas, puesto que en la de Eleuterna se aconseja beber del agua de la fuente del ciprés. A modo de hipótesis, se puede plantear que quizás existiesen dos versiones del viaje iniciático al más allá, una que mostrase el camino en términos de acciones correctas a realizar y otra que se basase en acciones incorrectas respecto de las cuales el papel del iniciado (que conoce) consistiese en no caer en la trampa y hacer lo contrario de lo expuesto.
El siguiente lugar por el que deambula el alma es el lago de Mnēmosynē (en Hiponion, Petelia y Farsalo), cuya agua es la antítesis de la anterior; la acción correcta a realizar es en este caso beber de ella (lo que se realiza específicamente en Hiponion y Petelia y se sobreentiende en Farsalo, Tesalia y quizás en Roma).
Un acto fundamental en este viaje al más allá es el de rezar o recitar, y las láminas nos transmiten dos letanías.
La primera es la letanía de la sed, un encantamiento que abre las puertas de la Memoria y cuya versión más completa aparece en Petelia:


Soy hijo de la Tierra y del Cielo estrellado -mi nombre es Asterión, en Farsalo-, pero mi estirpe es celeste y esto lo sabéis también vosotros [se dirige a los guardianes del Lago de Memoria], agonizo de sed y perezco, dadme prestamente del agua fresca que mana del lago de Memoria.

La oración permite mantener intacta la memoria y, por tanto, el conocimiento en el más allá, lo que hace al iniciado invulnerable a los engaños que le distraerían de su camino. (...)
La segunda oración que transmiten las láminas es la letanía de la pureza. Consiste en una letanía de reconocimiento en la que el alma se presenta ante las divinidades del más allá como idéntica a ellas y de estirpe divina, y en la que pide que se reconozca su auténtica esencia y se le conceda un más allá glorioso. La encontramos en su formulación más clara en Turio 3:

[Habla el alma] Llego pura entre los puros, reina de los ctonios, Eucles, Eubúleo y demás dioses e igualmente grandes démones, ya que yo me glorío también de pertenecer a vuestra estirpe feliz. Pagué la pena de acciones injustas o porque me sometiese la Moira o por el rayo lanzado desde las estrellas, y ahora me presento suplicante ante la casta Perséfone para que, llena de buena voluntad, me envíe a las sedes de los puros.

Otra característica del vagar del alma tras la muerte que transmiten las láminas es el sufrimiento; en casi todos los documentos el viaje comporta algún tipo de padecimiento físico o espiritual. La letanía de la sed que aparece en Hiponion, Petelia, Farsalo, Tesalia y Eleuterna tiene su contrapartida en la narración platónica e indica una constante en numerosas culturas: el muerto tiene sed. En los ritos fúnebres habituales en muchos pueblos las libaciones o la inclusión de agua (o de imágenes con agua) sirven de refrigerium para mitigar el padecimiento del difunto. Pero en el contexto iniciático de nuestra documentación el consuelo no puede llegar de fuera sino que forma parte de una prueba de autocontrol para ser capaces de no errar en la elección del manantial que mantiene la sabiduría y la memoria en vez de aniquilarla. La consecución del objetivo glorioso requiere, pues, una prueba de características casi físicas de resistencia al deseo más acuciante de la experiencia humana que es la sed y que en esencia corresponde a una prueba de autocontrol como las conocidas entre los griegos en relación con las iniciaciones de jóvenes. Los elementos, por tanto, no son nuevos, pero se combinan para crear un lenguaje conceptual nuevo que establece el último y definitivo eslabón en la iniciación, la prueba que determina la verdadera consecución del proceso.(...)
En algunos casos el sufrimiento del alma es indeterminado y no tiene razón que lo provoque; Turio 4 lo expresa de un modo diáfano: «Alégrate, tú que has sufrido el sufrimiento, esto no lo habías sufrido antes». La comparación con el texto de Plutarco antes citado es reveladora; el sufrimiento consistía en un terror indeterminado, irracional e indomeñable, un vagar sin rumbo retorciéndose de dolor y abrumado por la angustia del miedo. El círculo del dolor de Turio 1, que se ha querido ver como una metáfora de la vida (o incluso del círculo de las reencarnaciones), resulta un término perfectamente adecuado para definir esa experiencia espantosa que transmite Plutarco. Se trataría, pues, de un lugar imaginario en el que el alma deambula en los primeros momentos de la muerte y cuyos paralelos se encuentran en otras culturas.

La apoteosis del iniciado

El resultado para el iniciado es una bienaventuranza que presenta diversos grados. Uno es gozar de lugares bienaventurados y exclusivos, las sedes de los puros (Turio 2/3) o los prados de Perséfone (Turio 4).
Se trata de dos localizaciones de índole diferente. En el primer caso la pureza vuelve a ser el criterio de clasificación esgrimido; la vida iniciática es por tanto una vía que aleja el horror de la impureza. En el segundo caso incide en un concepto inframundano de larga raigambre, la pradera de delicias que espera en el más allá a los muertos especiales. Motivo probablemente del acervo indoeuropeo que los creadores de las láminas han modificado y al que ya no se accede por virtud del valor guerrero como a la Vaholl escandinava ni por pertenecer al círculo de parentesco de los dioses, como en el caso de los Campos Elíseos, sino por haber cumplido la iniciación y conocer correctamente los pasos a seguir en el viaje al más allá.(...)
Analizados desde la perspectiva de este resultado glorioso, toda la documentación cobra coherencia desde el punto de vista religioso: la procesión iniciática en el más allá o la gloria del banquete resultan los prolegómenos de la transmutación hacia el estatus divino. Nos hallamos ante un argumento más para defender que debió de existir un modelo básico (quizás transmitido oralmente y por tanto susceptible de mutaciones) en el que se narraba el destino del iniciado en términos de apoteosis (que curiosamente es el que se mantiene en la narración más reciente) y que se extractaba por parte de los usuarios dependiendo de intereses particulares, que no debían de ser siempre coincidentes (los órficos se organizaban en grupos que se sentían unidos por un cuerpo doctrinal y unas raíces comunes, pero que debían poseer una mínima cohesión entre ellos).
En la vía del iniciado que transmiten las láminas áureas la muerte queda desdotada de sentido y aniquilada, lo mismo que le ocurre a la esencia humana. Se trata de un paso significativo de extraordinaria importancia que abre al iniciado el medio de romper las ataduras terrestres y acceder a un estatus sobrehumano. Morir sería cumplir un rito de paso que abre la vía hacia la divinidad. El camino de la muerte desembocaría, por tanto, en la «verdadera» vida.


Lecturas:

Francisco Diez de Velasco, Los caminos de la muerte. Editorial Trotta 1995

Ioan P. Couliano, Más allá de este mundo. Paidos Orientalia 1993 - Experiencias del Éxtasis. Paidos Orientalia 1994


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