Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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sábado, 29 de septiembre de 2012

El mundo en guerra

Stalin brinda en honor de Hitler después de firmar el Pacto germano-ruso de no agresión el 23 de Agosto de 1939


"Es de gran importancia disfrazar las propias inclinaciones y desempeñar bien el papel del hipócrita"

Nicolás Maquiavelo, El Príncipe



El Panchatantra es la colección mejor conocida de fábulas hindúes en idioma sánscrito que alcanzó su forma actual en el siglo III d. C. Gran parte de su material procede de fuentes más antiguas ya que la obra se basa en una rica y antiquísima tradición heredada. A partir del siglo VI ya conoció traducciones al pahlevi (persa literario), para dos siglos después ser acogida por el idioma árabe en la recopilación Kalila wa-Dimna difundiéndose por toda Europa. En 1251 posiblemente el rey Alfonso X El Sabio mandó traducir el texto al castellano conocido como Calila e Dimna. Más tarde, como diría La Fontaine, se difundió "en toutes les langues".
Esta tradición hindú de fábulas de animales corre paralelo a  tratados sistemáticos, técnicos y minuciosos poco conocidos en Occidente como el Arthasastra de Canakya Kautilya, escritos por brahmanes (sacerdotes) en su función de consejeros de los déspotas hindúes tanto en la vida secular como en la espiritual, dirigidos especialmente a educar en la "ciencia política" a cancilleres y ministros, incluyendo en ocasiones alguna fábula para ilustrar sus teorías. 
En la sabiduría política hindú expuesta en sus textos en forma de fábulas, de las que también aparecen ejemplos en el Mahabharata, según Heinrich Zimmer, autor de la conferencia pronunciada en 1942 que a continuación transcribo, descubrimos una excelente clave para interpretar la política internacional de todo el mundo. "Su punto de vista amoral o premoral pone de manifiesto y formula, con la fría precisión de una especie de álgebra política, ciertas leyes naturales fundamentales que gobiernan la vida política en todas partes. El espíritu hindú siempre ha visto cuán aplicables son las fábulas de animales al elevado arte de la intriga y la defensa".




El mundo en guerra (fragmento)
Por

Heinrich Zimmer



Cuando en agosto de 1939 leí la noticia del pacto germano-ruso de no agresión, que se firmó poco antes de comenzar la guerra actual, me sorprendió tanto como a muchos a quienes cabía suponer más entendidos que los indólogos acerca de asuntos políticos, y que debieran haber estado mejor informados. Sin embargo, tan pronto, como tuve conocimiento de esta asombrosa alianza entre dos potencias que todos consideraban como enemigos naturales, con intereses e ideales de vida antagónicos, me acordé de un cuento hindú, una fábula de animales que figura en el Mahabharata, tesoro sin par e inagotable de sabiduría espiritual y secular. Era la parábola de un gato y un ratón, y enseñaba que los dos mortales enemigos, como la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin, podían muy bien aliarse y presentar un frente unido si ese arreglo, convenía a los intereses momentáneos de ambos.
Una vez -así empieza este cuento- vivían un gato montés y un ratón, y habitaban el mismo árbol en la selva: el ratón en un agujero de la raíz, y el gato montés e
n las ramas de la copa, donde se alimentaba con huevos de pájaros y con pichones inexpertos. Al gato también le gustaba comer ratones; pero el ratón del cuento había conseguido mantenerse fuera del alcance de sus garras.
Un día un tramper
o puso una red disimulada bajo el árbol y por la noche el gato quedó atrapado en las mallas. El ratón, muy contento, salió de su agujero y dio muestras de gran regocijo caminando en torno de la trampa mordisqueando el cebo y sacando el mayor partido posible de la desgracia. Pero de pronto se dio cuenta de que habían llegado otros dos enemigos: arriba, en el oscuro follaje del árbol, se había posado un lechuza de ojos resplandecientes, que estaba por abalanzarse sobre él, mientras por el suelo se aproximaba una mangosta. El ratón, de pronto sin saber qué hacer, decidió enseguida adoptar una sorprendente estratagema. Se acercó al gato y le dijo que si le permitía entrar en la red y ocultarse en su regazo lo recompensaría royéndole las mallas que lo aprisionaban. El gato aceptó, y el animalito, apenas oyó el permiso, alegremente se coló por la red.
Pero si el gato esperaba ser liberado enseguida, sufrió una decepción; el ratón anidó comodamente contra su cuerpo, ocultándose tan profundamente como pudo entre su pelo, con el fin de no ser visto por los dos enemigos que vigilaban afuera, y una vez protegido en su refugio, decidió echarse una buena siesta. El gato protestó; el ratón replicó que no había prisa. Sabía que le era posible deslizarse de la trampa en un instante y que a su disgustado anfitrión no le quedaba otro remedio que tener paciencia, con la esperanza de quedar en libertad. Así fue que el ratón le dijo francamente a su natural enemigo que pensaba esperar hasta que apa
reciera el trampero; de ese modo el gato, amenazado a su vez, no podría aprovechar su libertad para atrapar y devorar a su libertador. El animal mayor no podía hacer nada. Su pequeño huésped durmió la siesta en sus mismas zarpas. El ratón esperó pacientemente la llegada del cazador y luego, al ver que el hombre se aproximaba a inspeccionar sus trampas, cumplió sin dificultad su promesa royendo con rapidez la red y entrando de un salto en su agujero, mientras el gato, en un desesperado esfuerzo, consiguió zafarse, trepó hasta la rama y escapó de una muerte segura.
Ésta es un ejemploi típco del vasto y precioso repertorio de fábulas indias de animales que enseñan la sabiduría política. El cuento da una idea del frío y cínico
realismo y falsía que son la savia vital y el sabor mismo del viejo estilo de la teoría política y la causística indias. El agudo ratón, sin ningún prejuicio para contraer alianzas a fin de evitar el peligro, era, además de atrevido, un maestro en el arte de hacer las cosas en el momento oportuno. Pero con el episodio de la red no acaba la cosa. El resto del cuento contiene el punto destinado a la instrucción de los reyes indúes y de sus cancilleres.
Cuando el defraudado cazador se hubo alejado con su red destrozada, el gato bajó de las ramas y, aproximándose al agujero, llamó dulcemente al ratón. Lo invitó a salir y a reunirse con su viejo compañero. La crisis de la noche anterior ya había pasado -decía el gato- y el auxilio que ambos se habían prestado con lealtad en su lucha común por la existencia había forjado un lazo duradero que cancelaba sus antiguas dif
erencias. En adelante ambos serían amigos para siempre y confiarían absolutamente el uno en el otro. Pero el ratón se mostraba reticente. La retórica del gato no lo impresionaba y se negaba resueltamente a salir de su segura guarida. Habiendo pasado la paradójica situación que los había juntado en una curiosa colaboración momentánea, no había palabras que pudieran inducir al sagaz animalito a aproximarse nuevamente a su natural enemigo. Para justificar su rechazo de los amables e insidiosos sentimientos expresados por el gato, el ratón pronunció la fórmula destinada a servir de moraleja al cuento, que, dicha franca y simplemente, es esta: en el campo de la batalla política no existe amistad perdurable.
No puede haber lazo tradicional, alianza cordial, unión futura basada en experiencias, peligros y victorias del pasado. A través de la incesante lucha de los poderes políticos -que es como la de las bestias en el desierto, donde se devoran entre sí y cada una se apodera de lo que puede-, las amistades y las alianzas son solo actitudes y expedientes temporales, forzados por los intereses comunes y sugeridos por la necesidad y el deseo. Pasada la ocasión de ayuda mutua, ha pasado también la razón que daba seguridad a la compañía, pues la política no está nunca gobernada por la amistad sino por la colaboración y el auxilio momentáneos, inspirados por amenazas comunes o por afines esperanzas de lucro y apoyadas por el natural egoísmo de cada uno de los aliados. No hay nunca una alianza altruista. Las lealtades no existen. Y cuando se confiesa amistad, es sólo una máscara. No puede haber proyectos de unión duradera.

Nicolas Sarkozy y el coronel Muamar Gaddafi


Barack Obama y Hosni Mubarak



Lecturas:

Heinrich Zimmer, Filosofías de la India. Editorial Sexto Piso 2008


Otras entradas De Heinrich Zimmer en etiquetas

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martes, 18 de septiembre de 2012

Maravillamiento

Alex Cherney, Moonshine www.terrastro.com/


"La experiencia del mar es demasiado global, demasiado mística para poder reducirse a una relación interindividual.
Hay una diferencia esencial entre una relación interindividual que se sitúa en un espacio cultural y lo que experimentas cuando estás solo en el mar en una bella noche estrellada, maravillado por el esplendor y la inmensidad del cosmos, sintiéndote enteramente engullido en este espacio global, sin poder hacer otra cosa que participar de él, y las palabras nunca llegarán a describir esto... En el mar, ya no soy yo mismo, soy el Cosmos".

Henri Laborit
, biólogo, Le Monde 24 de abril de 1983


En esta entrada transcribo unos fragmentos de dos obras publicadas de Pierre Hadot, autor ya conocido en este blog. El primero es la respuesta a la última pregunta de la entrevista realizada a Pierre Hadot que dio origen al libro La filosofía como forma de vida, y se encuentra en el capítulo Tan sólo el presente es nuestra felicidad. El segundo está extraído de Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Uno y otro trata sobre la percepción de sí y del entorno desde la superación del "yo parcial y pasional" planteado por algunos pensadores de la Antigüedad, dando como resultado una obetivación de la mirada, un distanciamiento con los asuntos mundanos denominada como "perspectiva cósmica". Esta "mirada ingenua" (y desinteresada) de sí en torno a sí estaría ligada al sentimiento de la importancia del instante, expresado reiteradamente por estoicos y epicúreos y donde podemos encontrar el verdadero sentido del carpe diem de Horacio. A esta admiración y riqueza del instante que Hadot llama "la pura felicidad de existir", paradójicamente se añadiría entre los pensadores y poetas modernos la angustia e incluso el terror sagrado ante el enigma de la existencia.
 

Tan sólo el presente es nuestra felicidad (fragmento)
Por
Pierre Hadot



Jeannie Carlier: Un último tema vuelve siempre en tus obras, el del maravillarse ante el esplendor de la existencia y del universo. Pienso que ésta sigue siendo una actitud de los filósofos antiguos que consideras siempre viva, ¿no es así?


Ahora me das ocasión de volver a aquella idea a la que había hecho alusión hace un momento: vivir en el momento presente es vivir como si viéramos el mundo por primera vez. Esforzarse en ver el mundo como si lo viéramos por primera vez es desembarazarse de la visión convencional y rutinaria que tenemos de las cosas, es volver a encontrar una visión bruta, ingenua de la realidad, es apercibirse entonces del esplendor del mundo, que habitualmente se nos escapa. Es lo que se esfuerza en hacer Lucrecio cuando dice que, si el espectáculo del mundo se apareciese bruscamente e inopinadamente bajo nuestra mirada, la imaginación humana sería incapaz de concebir algo más maravilloso. Y Séneca habla de la estupefacción que le asalta cuando mira el mundo, este mundo, dice, que muchas veces miro como si lo viera por primera vez.
Volvemos a encontrar esta estupefacción, este maravillarse ante el milagro inaudito de la existencia del mundo en toda una parte de nuestra literatura occidental. En el siglo XVII, están los admirables
Poèmes de la Félicité de Thomas Traherne, que Jean Wahl se tomó la molestia de traducir, especialmente un poema titulado "Émerveillement": "Todo lo que veía se me aparecía como un milagro." A principios del siglo XIX, encontramos una vez más en Goethe, por ejemplo el canto de Linceo en la segunda parte del Fausto: "En todo percibo la eterna belleza." Y, más recientemente están, entre muchos otros, Rilke ("Estar aquí abajo es un esplendor") y Wittgenstein, que decía que su experiencia por excelencia era el maravillarse ante la existencia del mundo.
Así pues, no soy el único que se maravilla ante la existencia del mundo. Pero tengo un escrúpulo: esta belleza de la que habla Linceo, ¿no es un velo suntuoso que oculta el horror, el horror de la lucha por la vida, de aquellos animales pero también de aquellos hombres que se desgarran salvajemente? ¿No es la existencia el resultado de un combate atroz de las partes de la naturaleza, las unas contra las otras? Los estoicos nos dicen que hay que ver la naturaleza tal y como es, independientemente de nuestra representaciones antropomórficas. Hay algo verdadero en este rigor. Algunos documentales naturales en los que vemos a fieras devorar a su presa suponen que finalmente este horror es un esplendor. Y ya Aristóteles se extrañaba al preguntarse por qué rechazamos las cosas terroríficas o monstruosas que vemos en la naturaleza, mientras que las admiramos en las obras de arte. Un verdadero conocedor de la Naturaleza ha de amar incluso los aspectos repugnantes. En todas las obras de la Naturaleza, decía, hay algo maravilloso.
(...) A fin de cuentas, quizás el mundo sea espléndido, a menudo es atroz, pero sobre todo enigmático. La admiración se puede volver extrañamiento, estupefacción, incluso terror. Lucrecio, al hablar de la visión de la naturaleza que le reveló Epicuro, grita: "Ante este espectáculo, una especie de placer divino y un estremecimiento de espanto me sobrecogen." Son, en efecto, los dos componentes de nuestra relación con el mundo, a la vez placer divino y terror. Pero este texto es, que yo sepa, el único de la Antigüedad que hace alusión a esta dimensión de nuestra experiencia. Quizás habría que añadir la estupefacción de Séneca de la que acabamos de hablar. Este estremecimiento de espanto anuncia, en todo caso, el estremecimiento sagrado que el hombre experimenta, según el Fausto de Goethe, ante el carácter enigmático de la realidad, estremecimiento sagrado que es, dice él, "la mejor parte del hombre", porque es una intesificación de la conciencia que tenemos del mundo.
Los modernos, es decir Schelling, Goethe, Nietzsche, Hugo von Hofmannsthal, Rilke (en su primera
Elegía: "Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible") y también Merleau-Ponty expresaron mejor, y quizá sintieron mejor que los antiguos, lo que hay de extraño y de misterioso en la existencia del mundo. Este estremecimiento sagrado no se produce voluntariamente, pero, en las raras ocasiones en que nos sobrecoge, no hay que intentar sustraerse de él, porque nos da el coraje para afrontar el indecible misterio de la existencia.

El instante (de Ejercicios espirituales y filosofía antigua)

  Resulta destacable que un célebre texto donde advertimos el eco de la tradición antigua y al mimo tiempo el anuncio de determinadas actitudes modernas, y me estoy refiriendo a las
Ensoñaciones de un paseante solitario, Rousseau constate en sí la transformación de la actitud interior en relación con el tiempo. Por una parte, "las cosas concretas se le escapan; sólo puede ver y sentir a partir del todo". Por otra, "el tiempo no es nada para (él) (...), el presente dura siempre sin señalar su duración y sin el menor rastro de continuidad, sin la menor sensación de carencia de júbilo, de placer o dolor, de deseo o temor, más allá de la característica de nuestra existencia (...)". Rousseau describe de forma excelente los elementos que componen y posibilitan la percepción desinteresada del mundo. Se trata de una concentración sobre el momento presente gracias a la cual el espíritu se separa en cierto modo de todo futuro o pasado, contentándose con la simple "sensación de existir". Pero la cosa no termina sin embargo con el simple repliegue sobre uno; más bien al contrario, esa sensación de existir va indisolublemente unida a la sensación de formar parte del todo y a la sensación del todo.
Rousseau nos enseña que se trata de un estado pasivo, casi místico. Pero en lo que se refiere a los antiguos esta transformación de la mirada sobre el mundo está estrechamente ligada a ciertos ejercicios de concentración del espíritu sobre el momento presente. Éstos consisten, tanto en el caso del estoicismo como del epicureísmo, en "separarse del futuro y del pasado" con tal de "concentrarse sobre el momento presente". Este proceso sirve para culminar este distanciamiento interior, esta libertad y serenidad del espíritu liberado de las cargas y los prejuicios del pasado y a la vez de cualquier preocupación por el futuro, algo indispensable si lo que se pretende es percibir el mundo en tanto que mundo. Se produce por lo demás en este punto una especie de recíproca causalidad. Y es que la toma de consciencia de nuestra relación con el mundo procurará a su vez al espíritu la paz y la serenidad interior en la medida en que nuestra existencia vuelva a situarse en una perspectiva cósmica.
Tal concentración sobre el momento presente nos permite descubrir el valor infinito y el milagro insospechado de nuestra pequeña esencia del mundo. En efecto, la concentración sobre el presente implica la suspensión de nuestros proyectos de futuro, o dicho de otro modo, implica que pensemos el instante presente como si se tratara del último, que vivamos cada día y cada hora como si no hubieran más. Para los epicúreos este ejercicio pone de manifiesto la asombrosa oportunidad que representa cada instante pasado en el mundo: "Piensa que cada día que comienza puede ser para ti el último. De este modo recibirás con gratitud cada hora más". "Recibir, reconociéndole todo su valor, cada instante de tiempo que viene a añadirse como si nos hiciera inmesamente afortunados". "El alma debe encontrar motivo de alegría en el presente y despreciar cualquier inquietud sobre el futuro".
Esta predisposición a maravillarse ante todo cuanto aparece, ante todo cuanto sucede en el momento presente, se descubre también -aunque por distintas razones- en los estoicos. Según ellos, cada instante del presente, cada uno de los acontecimientos que lo conforman, moviliza el universo por entero y a toda la historia del mundo. Nuestro cuerpo contiene todo el universo del mismo modo en que cada instante contien la inmensidad del tiempo. El despliegue de la realidad y la presencia del ser podemos sentirlas en nuestro interior. Tomando consciencia de un único instante de nuestra vida, de una pulsación de nuestro corazón, podemos sentirnos vinculados a la infinitud cósmica y a esa maravilla que es la existencia del mundo. En cada partícula de realidad está presente todo el universo. Esta experiencia del instante se corresponde en los estoicos con su teoría de la recíproca interpenetración de las diversas partes del universo. Pero semejante experiencia no tiene por qué estar necesariamente ligada a ninguna teoría. Puede expresarse por ejemplo en estos versos de William Blake:

Ver el mundo en un grano de arena,
El cielo en una flor silvestre,
El infinito en las líneas de la mano,
Y la eternidad en una hora.

Ver el mundo por última vez supone tanto como verlo por primera vez, tam
quam spectator nouus. Esta impresión está provocada al mismo tiempo por el pensamiento de la muerte, que nos revela el carácter en cierto modo milagroso de nuestra relación con el mundo, siempre precaria, siempre inesperada, y por la sensación de novedad que provoca la mirada concentrada sobre un instante, sobre un momento del mundo: éste parece así aparecer, surgir ante nuestros ojos. El mundo es entonces percibido a manera de "naturaleza", en el sentido etimológico de la expresión, como physis, es decir, como la fuerza por la que crecen, brotan y aparecen las cosas. Nosotros sentimos que somos un momento, un instante de esa fuerza, de ese acontecimiento de suma importancia que nos sobrepasa, que está siempre ente nosotros, siempre más allá de nosotros. Nosotros co-nacemos al mundo. Esa sensación de exisitir de la que hablaba Rousseau es la sensación de identidad entre la existencia universal y nuestra propia existencia.


Parta finalizar dejo algunos textos de diferentes autores donde se expresa el maravillamiento que supone contemplar el mundo desde la conciencia del instante.


"Suponiendo que digamos sí a un único instante, con ello hemos dicho sí a toda nuestra existencia. Pues nada se basta a sí mismo, ni en nosotros ni en las cosas: y si nuestra alma sólo ha vibrado y resonado de felicidad como una cuerda una única vez, toda la eternidad ha sido necesaria para ocasionar ese acontecimiento uno -y en ese instante único de nuestro decir sí toda la eternidad estaba aprobada, redimida, justificada y afirmada".

Nietzsche
, Fragmentos póstumos

"El sentimiento de la existencia despojado de cualquier otro afecto es por sí mismo un sentimiento precioso de contento y de paz, que bastaría, él solo, para volver esta existencia cara y dulce a quien supiera alejar de sí todas las impresiones sensuales y terrenas que sin cesar vienen a distraernos y turbar aquí abajo la dulzura. Una ensoñación dulce y profunda se apodera entonces de sus sentidos, y él pierde con deliciosa embriagueze en la inmensidad de este bello sistema (en el sentido de totalidad) con el que se siente identificado".

Rousseau
, Las ensoñaciones del paseante solitario


"El estremecimiento sagrado, he aquí la mejor parte del hombre. Por muy caro que el mundo le haga pagar lo que experimenta, es en el sobrecogimiento donde siente profundamente la realidad prodigiosa" (1).

"La percepción inmediata de los fenómenos primordiales nos provoca una especie de angustia" (2)


Goethe
, (1) Fausto y (2) Máximas y confesiones



"Todas las cosas
las cosas
próximas o lejanas
De una manera oculta
están ligadas las unas a las otras
por un poder inmortal
De modo que no podéis coger una flor

sin molestar a una estrella".


F. Thompson
, La Maîtresse de Vision


(...) mi experiencia par excellence... Creo que la mejor forma de describirla es decir que cuando la tengo me asombro ante la existencia del mundo... Voy a describir la experiencia de asombro ante la existencia del mundo diciendo: es la experiencia de ver el mundo como un milagro."

Wittgenstein
, Conferencia sobre ética

Lecturas:

Pierre Hadot,
La filosofía como forma de vida. Alpha Decay 2009
Ejercicios espiritules y filosofía antigua. Siruela 2006

Otras entradas de Pierre Hadot se pueden encontrar en el apartado de Etiquetas

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sábado, 8 de septiembre de 2012

La experiencia mística espontánea

Salvador Dalí, El nacimiento de una divinidad (1960)



"El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de donde viene ni a donde va"

Juan 3, 5-8
"


Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue"


Heráclito de éfeso



Michel Hulin en el capítulo La experiencia mística espontánea incluido en su obra La mística salvaje, analiza desde un trasfondo psicológico testimonios descritos por algunas personas no adscritas a tradición religiosa alguna, y que según el, podrían ser consideradas como experiencias "místicas". Se trata de estados vivenciados como una repentina sensación de comunión espiritual con el entorno circundante, dentro de una realidad atemporal que aparece frecuentemente de forma súbita, inesperada, en personas ajenas a preocupaciones religiosas. En muchos casos se produce una ruptura o modificación del paisaje mental, "como si, en el 'cine interior', la película habitual en blanco y negro hubiera sido bruscamente reemplazada por una película en color".
Aunque sean calificadas tales experiencias como "espontaneas", el autor no pretende decir que carezcan completamente de causas, tan solo que éstas no parecen relacionarse con el inmediato acontecer, pero sí adivinarse como factores desencadenantes. Ejemplos como la soledad, estados de convalecencia, deambular por los bosques, etc... serían condiciones propiciatorias. (En otro capítulo trata sobre estados alterados de la conciencia inducidos por drogas)
Algo común entre estas experiencias y las que han dejado escritas los místicos en todas las épocas de las diferentes religiones es hacer patente la incapacidad del lenguaje humano para traducir en palabras lo experimentado, para expresar cierto orden de realidad, pero al mismo tiempo emitiendo un mensaje que apunta a esa Realidad. Mensaje que suele transmitirse dentro de un clima de "felicidad" o "beatitud", surgiendo ésta carente de todo objeto, que no se manifiesta como consecución de satisfacciones mundanas obtenidas como realización de un deseo, un éxito personal o de superación de una situación de peligro. "Se asemeja a la floración de un cactus en pleno desierto: inopinada, improbable, mágica". En algunas ocasiones puede parecer recompensar duros sacrificios, pero en otras "desprecia al espiritual asceta visitando al menos digno de acogerla". No es algo que se merezca, tenga que justificarse o dar razones. "El viento sopla donde quiere".


La experiencia mística espontánea
Por
Michel Hulin


Los testimonios de que ahora quisiéramos valernos son muy diversos, tanto por la personalidad de sus autores, su edad, su medio social, su carácter, sus convinciones religiosas o la ausencia de ellas, como por el marco y las circunstancias por ellos vividas. Igualmente , estas últimas difieren de forma notable unas de otras, a la vez en sí mismas -por su intensidad, su tonalidad afectiva, su contenido representativo- y por la manera, más o menos detallada, más o menos comprometida o distanciada, en que son relatadas. Y, sin embargo, esta misma diversidad contribuye paradójicamente, a crear una impresión general de unidad, más exactamente de convergencia: como si todos los que aquí, y se ignoran unos a otros, trataran sin saberlo de hacer sus testimonios consonantes, a través y más allá de los múltiples condicionamientos psicológicos, culturales, lingüísticos, etc..., cuya marca llevan todavía sus palabras. Por supuesto, esto no impide que algunos privilegien imágenes, impresiones afectivas o temas metafísicos particulares, mientras que otros parecen ignorarlos. Por consiguiente, podemos repartir esas experiencias según su conformidad con ciertos tipos, a condición, no obstante, de no perder nunca de vista el carácter relativo y provisional, de hecho fundamentalmente práctico, de tales clasificaciones. Comenzaremos por algunas experiencias cuyo denominador común podría describirse como la transfiguración repentina -aparentemente inexplicable- de un entorno más o menos lúgubre o siniestro, mientras que la conciencia de sí de quien observa la escena, o, más bien, la vive, no parece sufrir modificaciones esenciales. He aquí en primer lugar el relato de un americano, N. M., vivo en nuestra época y al que se describe como intelectual:

La habitación en la que me encontraba daba al patio trasero de unos bloques habitados por negros. Los edificios eran decrépitos y repugnantes, el suelo estaba cubierto de tablas, trapos y detritus. De repente, cada objeto de mi campo de visión empezó a asumir una forma de existencia dotada de una curiosa intensidad. En realidad, todas las cosas se presentaban provistas de un "interior", parecían existir en el mismo modo que yo mismo, con una interioridad propia, una especie de vida individual. Y, vistas bajo ese aspecto, todas ellas parecían extraordinariamente hermosas. Allí, en el patio, había un gato que, con la cabeza levantada, seguía indolentemente el vuelo de una avispa que se movía, sin desplazarse realmente, justo encima de él. Una misma tensión vital animaba al gato, la avispa, las botellas rotas (...), todas las cosas enrojecían con un brillo que emanaba del interior de sí mismas.

Otra experiencia, muy similar por el tipo de circunstancias en la que sobrevino y por el efecto de transfiguración del marco exterior, es la de Miss Montague. Difiere sin embargo de la vivida por N. M. en que el arrobamiento, asociado de forma bastante natural a esa transfiguración, se produce aquí con una claridad muy superior. La autora de este testimonio había estado hospitalizada para una operación quirúrgica. Después de varias semanas de larga convalecencia (el episodio sucedió en marzo de 1915), su cama de ruedas fue llevada, por primera vez, a una especie de mirador desde el que podía contemplar el jardín del hospital "con sus ramas desnudas y sus montones de nieve medio derretida , de un gris sucio más que blanco". Su relato se desarrolla así:

De manera completamente inesperada (pues jamás había soñado algo así) mis ojos se abrieron y, por primera vez en mi vida, tuve una visión fugitiva de la belleza extática de lo real... No vi nada nuevo, pero vi todas las cosas habituales a una luz nueva y milagrosa, a la que, creo, es su verdadera luz. Percibí el extraño esplendor, la alegría, que hace imposible todo intento de descripción por mi parte, de la vida en su totalidad. Cada uno de los seres humanos que pasaban por el mirador, cada gorrión en su vuelo, cada rama que oscilaba al vient0, eran parte integrante del todo, como absorbidos en ese loco éxtasis de alegría, de significado, de vida embriagada. Vi esta belleza presente en todas partes. Mi corazón se fundió y me abandonó, por decirlo así, en un arrobo de amor y de delicias (...). Una vez al menos, en medio de la monotonía de los días de mi vida, había visto el corazón de la realidad, había sido testigo de la verdad.

(...) Abordaremos ahora otra serie de testimonios en los que la experiencia, sin ser necesariamente más "profunda", se presenta bajo una luz bastante diferente. Su característica dominante es la desaparición más o menos completa de la frontera que separa el interior de lo exterior, el Yo del no Yo. Esta desaparición reviste formas diversas. Unas veces el exterior está como absorbido en lo interior. El Yo se convierte en una especie de burbuja de luz en cuyo interior se despliega el paisaje del mundo con la diversidad infinita de las escenas que allí se representan. Tal vez se trate aquí de ese "espacio interior del mundo" (Weltinnenraum) del que habla Rilke. A veces, por el contrario, el interior parece disolverse en el exterior. El yo se siente dispersado hasta el infinito en las cosas exteriores, manteniendo, paradójicamente, una conciencia indivisa de sí mismo. A veces, en fin -signo probable de una equivalencia fundamental de los dos movimientos citados-, la experiencia está marcada por un perpetuo flujo y reflujo en el que las fronteras del Yo y del no Yo se desplazan sin cesar, avanzando la una mientras retrocede la otra, y a la inversa. Es de la primera forma de la experiencia, aquella en la que el mundo llamado "exterior" se siente como presente físicamente "en" el mismo sujeto, de donde surge, sin duda, el testimonio siguiente, debido al escritor irlandés Forres Reid:

Era como si nunca hubiera comprendido antes hasta qué punto el mundo es hermoso. Estaba tumbado de espaldas en el musgo tibio y seco y escuchaba el canto de las alondras que subían hacia el cielo claro, desde los campos cercanos al mar. Ninguna música me procuró nunca el mismo placer que aquel canto apasionadamente alegre. Era como un arrobamiento palpitante y exultante (...), un sonido brillante, parecido a una llama. Fue entonces cuando una extraña experiencia se abatió sobre mí. Se habría dicho que todo lo que me rodeaba se encontraba súbitamente en mi interior. Era en mí donde los árboles hacían oscilar su verde ramaje, en mí donde la alondra cantaba, en mí donde brillaba el cálido sol y se extendía la fresca sombra. Una nube se extendió en el cielo y un ligero chaparrón vino a crepitar sobre el follaje. Sentía que su frescura se derramaba sobre mi alma y percibía en todo mi ser el olor delicioso de la hierba, de las plantas, de la rica tierra negra. Habría podido llorar de alegría.

Sin embargo, en la mayoría de los casos esta absorción del mundo en la conciencia no se presenta de manera tan clara o, quizá, no se describe en términos tan abiertamente "idealistas". Lo que domina entonces, como en los dos ejemplos siguientes, es la noción de una apertura que se produce súbitamente. Gracias a ella, la impresión habitual dominante de estar a distancia del mundo exterior, por próximo que esté objetivamente, de estar separado de él, desaparece o se debilita. La conciencia, que se golpeaba desde siempre con cristales invisibles de las "ventanas de los sentidos", encuentra de repente una salida y puede llegar a mezclarse con las cosas, en una intimidad inaccesible a todas las formas de relación constituidas sobre el modelo de la mirada:

Aquel día no debía andar mucho tiempo (...), y pronto me senté, entre sol y sombra, apoyado en un árbol al borde de un claro. No sabría decir cuánto tiempo llevaba allí cuando esto se desencadenó bruscamente, y si leía, debí de abandonar muy rapidamente mi lectura para concentrar mi atención con gran intensidad en el lugar en que me encontraba. Contrariamente a la naturaleza propia de los instantes que parecen revelar sobre todo una presencia detrás de las apariencias, fue una apertura la que se produjo. Una misteriosa correspondencia, comparable a un fluido que atravesara varios cuerpos, se estabeció entre mí, el musgo que cubría el tronco de los árboles, los rayos del sol y una mosca verde y dorada que se mantenía en el aire sin desplazarse. Admiraba el rápido movimiento de sus alas que las hacía invisibles, y entonces (...), sin que yo sepa cómo, hubo una conmoción de todo mi ser. Los objetos que estaban a mi alrededor, que seguía viendo, se difuminaron ligeramente: no me afectaban ya por sí mismos, sino en tanto que sostén o símbolo de otra cosa. En realidad, lo que percibí en aquel instante fue la Fuerza única que atraviesa todas las cosas y de la que el rápido aleteo de la pequeña mosca había sido el elemento conductor... Permanecí mucho tiempo como alelado, sin movimiento y absolutamente extraño a todo salvo al goce inmenso que este descubrimiento me había procurado. Me sentía a la vez aligerado y enriquecido. Yo había conocido a menudo intensos momentos de "comunión con la naturaleza", pero ese tipo de contemplaciones poéticas me hacían sufrir habitualmente al transmitirme demasiado el sentimiento de mi impotencia (para poder alcanzar y penetrarlo todo). Esta vez fue muy distinto: algo vino a mí que no me exigió ningún esfuerzo para ser recibido, y me llené completamente de ello.

Este testimonio de Jaques Masui se puede acercar a su vez a las líneas en que George Bataille relata, en un lenguaje más literario y sobre todo más dramatizado, lo que fue su primer éxtasis, una noche de tormenta, en pleno bosque, durante el verano de 1939:

Me estremecí y creo que iba a echarme a reir, entregado a un exceso de horror e incertidumbre (...). En el camino de vuelta, a pesar de un estado de fatiga extrema, caminaba sobre gruesas piedras que habitualmente me doblaban los pies, como si yo fuera sólo una sombra ligera. En aquel momento no buscaba nada, pero el cielo se abrió. Y vi (...). La gitación perdida de un día sofocante por fin se había roto, se había volatizado la cáscara (...). De una tormenta lejana brotaban relámpagos sin cesar (...). Pero la fiesta del cielo era pálida junto a la aurora que despuntaba. No exactamente en mí: no puedo, en efecto, asignar lugar a lo que no es más comprensible ni menos brusco que el viento. Estaba sobre mí, por todas partes, la aurora...

(...) En los testimonios hasta aquí ofrecidos predomina el elemento sensorial, la emoción y lo imaginario. Sin duda, cierta convicción relativa a la esencia de la Realidad, tal como se desvelaba en esos momentos privilegiados, les subyace. Pero no se expresa por sí misma. Todo lo más, aflora a través del recurso preferente a ciertas imágenes o giros del lenguaje. En otros sujetos, en cambio, para quienes los conceptos abstractos revisten sin duda una importancia mayor, las mismas experiencias, o experiencias muy semejantes, se encuentran espontáneamente traducidas a un lenguaje que es ya casi el de la filosofía. La nota dominante es la del retorno al Fundamento, al nunc stans, a la unidad originaria más acá de los pares de opuestos. Ésta se despliega en el sentido de una identificación del Bien y lo Real, y se acompaña de la certeza de que la "salvación" está ya ahí, ya conseguida, a la vez para sí mismo y para todos los seres humanos, incluso para todos los seres vivos. El relato dejado por el psiquiatra canadiense Richard Maurice Bucke (hacia 1880), por ejemplo, comienza, como muchos otros, por describir las circunstancias bastante anodinas en las que sobrevino esta experiencia: una noche que había transcurrido discutiendo con amigos, después un trayecto de vuelta bastante largo en coche de caballos durante el cual su espíritu volvía distraídamente sobre los temas abordados en la conversación anterior. Nada dejaba prever lo que seguiría:

De golpe, sin ningún signo de advertencia, me encontré envuelto en una nube del color de una llama. Por un instante, pensé en un fuego, en un inmenso incendio que asolaba el interior de esta gran ciudad, en algún barrio cercano al que yo me encontraba. Un instante después, comprendí que el incendio estaba en mí. A continuación, me vi sumido en un sentimiento de exaltación, una alegría inmensa acompañada o seguida inmediatamente por una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas, tuve ocasión no ya de creer, sino de ver, que el universo, lejos de estar echo de materia inerte, es, al contrario una Presencia viva. Tomé conciencia de la vida eterna en mí mismo. No era la convicción de que la poseería un día, sino más bien que la poseía ya. Vi que todos los hombres son inmortales, que el orden cósmico está dispuesto de este modo, que todas las cosas actúan conjuntamente para el bien de cada uno y de todos. Vi que el principio fundador del mundo, de todos los mundos, es lo que nosotros llamamos amor y que la felicidad de todos y de cada uno es, a largo plazo, absolutamente segura. La visión no duró más que algunos segundos, pero su recuerdo, unido a la noción de la realidad de su contenido, se ha mantenido a través del cuarto de siglo que ha pasado desde entonces.

Más interesante todavía, tal vez, es el relato de Dorothea Spinney (hacia 1950) que conocemos gracias a Robert C. Zaehner. Esta inglesa de nuestro tiempo se expresa en algunas partes -observa Zaehner- en los mismos términos de las Upanishads, de las que, sin embargo, al parecer, ella no tenía el menor conocimiento:

Me senté en la cama para mirar a través de la gran ventana, justo frente amí, y contemplé desde allí las luces que se reflejaban en las estrechas calles fangosas de aquella pequeña ciudad. Pensaba en el agrado que producía a Charles Lamb la claridad de las farolas sobre los adoquines mojados, cuando de repente una bruma de un color blanco azulado, translúcido, brillante, sustrajo de mis ojos este mundo y toda experiencia de estar allí que yo tenía. Con la bruma me llegó una paz y una alegría inefables (...). Apenas se puede describir una experiencia en la que se es arrebatada en... en ¿qué? Algo sobre lo que nunca había leído, sobre lo que jamás había meditado, cuya existencia nunca había conocido, del mismo modo que un niño, antes de nacer, no puede comprender una descripción de este mundo. La bruma se hizo más densa, y a medida que se volvía más profunda, el conocimiento, el consuelo, el resplandor, la paz, en una palabra, el éxtasis, se ahondaron igualmente, hasta que "Yo" parecí ser "Eso" y "Eso" pareció ser "Yo". Estábamos confundidos, mezclados, fusionados... Toda yo era conciencia, despertar, y sin embargo, cuando volví en mí, no había nada que contar. Cuando estaba sumergida, estaba en todo lo que ha sido, fue y será; ahora me doy cuenta de que el ser humano mide el espacio y el tiempo, nada es antes o después, sino simultáneo, todo está ahí. De repente, la bruma, la luz, desaparecieron igual que habían surgido. Seguía sentada en mi cama, agarrando la sábana, con los ojos muy abiertos, mirando las luces de la calle. Mi primer pensamiento fue: "¡Bien! Debajo de todo existe esta calma, esta alegría esta seguridad...". Luego me sucedió algo curioso. Miré el mundo exterior por la ventana, palpé los muebles de mi habitación y me dije: "Qué extraño, este mundo es una sombra. He tocado lo Real y lo que siempre está "ahí"; todo este mundo que conocí será en adelante irreal. ¿Por qué está ahí? ¿Para experimentar qué?".

Casi todas las experiencias a las que aquí recurrimos implican, de una forma u otra, una superación del tiempo, al menos de una superación del tiempo tal como ordinariamente se vive. En muchos casos, sin embargo, esa superación no se indica más que de pasada, en medio de otros temas místicos que llaman más la atención. O no se expresa por sí misma, sino que debe ser deducida por el lector de ese efecto de "ruptura", experimentado siempre por el sujeto tanto al principio como al final de la experiencia. En cambio, Richard Jefferies, poeta y ensayista inglés del siglo XIX, sitúa la superación del tiempo en el centro mismo de su visión extática. Sin duda, es también lo que se denomina un "místico de la naturaleza", pero el espectáculo de la naturaleza representa para él, ante todo, la ocasión de volver a sumirse en lo recurrente, en lo cíclico y, finalmente, en lo intemporal. Como prueba, este ensueño meditativo en medio de un cementerio, más exactamente de un rural cemetery a la inglesa, donde las tumbas se difuminan en el paisaje:

El gran reloj del firmamento, el sol y las estrellas, la luna creciente, la tierra que gira dos mil veces no son para mí nada más que la corriente del arroyo cuando he sacado la mano; mi alma no ha estado jamás, y jamás puede estar sumergida en el tiempo (...). Al comprender tan claramente la presencia de mi propia conciencia interna, la psique, no puedo comprender el tiempo. La eternidad está ahí ahora. Yo estoy dentro de ella. Está a mi alrededor en el brillo del sol. Yo estoy en ella como la mariposa que baila en el aire saturado de luz. Nada hay por venir. Todo está ya ahí. Ahora la eternidad, ahora la vida mortal. Aquí, en este instante, cerca de estos túmulos, ahora, vivo en ella. Cuando todas las estrellas han llevado a cabo su revolución, no producen más que un nuevo Ahora. La continuidad del Ahora dura siempre. De manera que me parece absolutamente natural, y no sobrenatural, que el alma, cuya envoltura temporal ha sido enterrada bajo este túmulo, exista ahora, mientras yo estoy sentado en el césped. ¡El pensamiento es mucho más profundo que los millones de kilómetros del firmamento! La maravilla está aquí, no allí; ahora, no luego, siempre ahora. Las cosas que se han llamado equivocadamente sobrenaturales me parecen simples, más naturales que la naturaleza, que la tierra, que el mar o el sol. Es infinitamente más natural tener un alma que no tenerla; y que la inmortalidad exista. Es la materia la que es lo sobrenatural, y la que es difícil de comprender. ¿Por qué este terrón de tierra que tengo en mi mano? ¿Por qué esta agua, cuyas gotas brillantes caen de mis dedos, que he mojado en el arroyo? ¿Por qué existen? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Con qué objetivo?

En ciertos casos, por último, es la estructura misma de la experiencia consciente la que, unificándose cada vez más, termina por disolver en sí misma todos los pensamientos, todos los recuerdos, todas las percepciones, hasta el punto de aprehenderse a sí misma no ya como la impotencia o desvalimiento de una mirada ávida de imágenes procedentes del exterior, sino como una plenitud indiferenciada que, gratuitamente, soberanamente, deja que las formas emanen de sus profundidades para cogerlas de nuevo libremente. Una página del Diario de Amiel describe así esa concentración de la psique sobre sí que la India llama samadhi:

La calle está silenciosa, un rayo de sol cae en mi habitación, un recogimiento profundo se hace en mí; oigo latir mi corazón y pasar mi vida (...), la inmensidad tranquila, la calma infinita del reposo me invade, me penetra, me subyuga. Me parece que me he vuelto una estatua en las orillas del río del tiempo (...), en estos momentos, parece que mi conciencia se retira a su eternidad. Ve circular en su interior sus astros y su naturaleza, con sus estaciones y sus miríadas de cosas individuales, se apercibe de su misma sustancia, superior a toda forma, que contiene su pasado, su presente y su futuro, vacío que todo lo encierra, medio invisible y fecundo, virtualidad de un mundo que se libera de su propia existencia para recuperarse en su intimidad pura. En estos instantes sublimes, el cuerpo ha desaparecido, el espíritu se ha simplificado y unificado; pasiones, sufrimientos, voluntades, ideas, se han reabsorbido en el ser, como las gotas de lluvia en el océano que las engendra. Este estado es contemplación y no estupor. No es doloroso, ni alegre, ni triste; está fuera de todo sentimiento especial, como de todo pensamiento finito. Es la conciencia del ser y la conciencia de la omniposibilidad latente en el fondo de ese ser. Es la sensación del infinito espiritual. Es el fondo de la libertad.